En estos días, la palabra “soberanía” anda por todos lados. Apenas, el pasado sábado, desde Michoacán, la presidente Claudia Sheinbaum lanzó una nueva arenga patriotera: “que nadie se atreva a violar nuestra soberanía”. Suena muy bien. Concita entusiasmo, fuerza, unidad y encierra una causa por la que hasta vale la pena morir.
El problema con este tipo de “valientes” expresiones es que, las más de las veces, se trata de un mero grito de guerra que no está acompañado de estrategia ni fusil. Son proclamas vacuas que permiten a quien las emite ganar tiempo, tomar un respiro, distraer al respetable por un tiempo y aparecer en las primeras planas de algunos periódicos afines o clientes del régimen. Pero, a todo esto, comencemos por entender qué es la soberanía.
No se trata de uno de los elementos del Estado, como tal, sino de una cualidad del mismo. El Estado moderno es el que reúne a 1) una población 2) asentada en un territorio 3) que se organiza conforme a un sistema jurídico 4) que tiene un poder público para su aplicación y 5) que busca fines comunes. Es la soberanía que permite a todo Estado tomar sus propias decisiones hacia el interior del mismo, al tiempo que le permite guardar un plano de igualdad e independencia en el contexto internacional.
Hasta ahí, todo muy claro. El problema inicia cuando un gobierno toma decisiones sin ton ni son para, luego, exigir que los demás se abstengan de intervenir y hasta de opinar. No es tan sencillo. En el ejercicio de esa soberanía es que se adoptan ciertas decisiones que alteran el orden jurídico del Estado y su relación con otros países. Es el caso de los tratados internacionales.
Estos se celebran por el titular del Ejecutivo Federal (para el caso de México) y se ratifican por el Senado de la República. Una vez consumado el proceso, se convierten en la ley suprema de toda la Unión, junto con la Constitución y las leyes que de ella emanen. Así lo dispone el artículo 133 constitucional. Y todavía más: en tratándose de derechos humanos fundamentales, la aplicación de la Constitución debe interpretarse de conformidad con los tratados internacionales de la materia, particularmente bajo dos principios: progresividad y pro personae. En materia comercial, el Estado también cede buena parte de su soberanía en aras de obtener una ventaja económica. En ninguno de estos casos se puede pisotear o ignorar el contenido de los tratados, so pretexto del ejercicio pleno de la soberanía. Así pues, si México forma parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) y del T-MEC, no puede acabar con el Estado de derecho, disolver la división de poderes, eliminar órganos autónomos, ni aliarse con el crimen organizado para ganar elecciones a cambio de permitirles la producción y exportación de fentanilo y otras drogas. No alcanza con la arenga patriotera de la falsa soberanía. Pacta sunt Servanda, decían los romanos (los pactos han de cumplirse), o vendrán las consecuencias.
Abogado