“Palinuro, un hábil piloto de la nave de Eneas, se cayó al mar durante su sueño”, refiere Lemprière en uno de los epígrafes de La tumba sin sosiego de Cyril Connolly, “estuvo tres días expuesto a las tempestades y las olas del mar y al fin llegó sano y salvo a la costa cercana a Velia, donde los crueles habitantes del lugar lo asesinaron para despojarle de sus vestiduras, su cuerpo quedó insepulto en la ribera”.

En el Comentario a la Eneida, otro de los epígrafes de La tumba sin sosiego de Connolly, Servius sostiene que “pronto el oráculo dió esta respuesta a los lucanios que padecían una epidemia: ‘La sombra de Palinuro ha de ser aplacada. Después de lo cual le consagraron, no lejos de Velia, un cenotafio y un bosque sagrado”.

Hacia el fin de Los Siete contra Tebas de Esquilo, Antígona manifiesta que si nadie la ayuda a enterrar a su hermano, Polinices, del que los gobernantes han dispuesto arrojar su cadáver fuera de la ciudad, sin darle sepultura para pasto de perros y aves, ella lo enterrará sola. El fin de la tragedia de Esquilo, se sabe, derivó en el principio de Antígona de Sófocles.

En tiempos del Tamagochi, el algoritmo, la inteligencia como artificio mecánico, los ritos funerarios y el culto a los muertos también parecen en decadencia, acaso destinados a convertirse en un negocio más al uso. No pocos cementerios parecen abandonados y las tumbas suelen resguardar difuntos olvidados, que no han merecido una visita en años, en muchos años, en demasiados años.

Y sin embargo, todavía persiste la peregrinación a ciertas tumbas menos por un recuerdo afectuoso o una veneración que como una curiosidad y una obligación de turista. Hacia 1658, Sir Thomas Browne advertía que los egipcios “dulcemente preparaban los cuerpos para esperar la vuelta de las almas. Pero todo era vanidad, alimentar el viento y la locura. Las Momias del Egipto, perdonadas por Cambises o por el tiempo, son ahora pasto de la avaricia. La Momia es ahora Mercancía, Mizraim cura las heridas y Faraón se vende como bálsamo”.

Entre los recuerdos que coleccionan los turistas, no resultan los menos comunes aquellos que pueden hallar en París. Uno de los más rutinarios consiste en visitar la tumba de Napoleón en Los Inválidos. El 12 de noviembre de 1911, Franz Kafka anotó en su cuaderno de diario que el día anterior había asistido a una conferencia de Richepin en el Rudolphinum. “Bastante vacío”. Richepin, “que recitaba poesía como discursos en el parlamento”, refirió que “en su juventud, la tumba de Napoleón se abría una vez al año, y se mostraba a los inválidos, a quienes se hacía desfilar ante él; el rostro embalsamado, una visión más digna de terror que de admiración porque la cara estaba hinchada y verdosa; de ahí que posteriormente se aboliese esa costumbre de abrir la tumba”.

Hay, sin embargo, algunos que perseveran en ser jóvenes y prefieren visitar la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise y fumarse un cigarrito de Acapulco Golden en su honor.

En México, una tumba en el Panteón Jardín, en San Angel Inn, cada año, cada 15 de abril convoca a músicos, mariachis, melómanos populares, personajes del espectáculo, politicos, curiosos, ociosos; se trata de la tumba de Pedro Infante, al que recuerdan y celebran festivamente —aunque hay quien todavía sostiene que no ha muerto.

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