“Al concluir la Primera Guerra Mundial”, recuerda Carl E. Schorske al principio de Fin-de-siècle Vienna, “Maurice Ravel grabó en La Valse la muerte violenta del mundo decimonónico. El vals, el símbolo perdurable de la Viena alegre, en manos del compositor se convirtió en una danza macabra frenética. Ravel escribió: ‘Siento esa obra como una forma de apoteósis del vals vienés, enlazada en mi mente con la impresión de las vueltas fantásticas del destino’”.

Hacia 1973, en La Viena de Wittgenstein, Allan Janik y Stephen Toulmin conjeturaron que un hombre y un libro podían importar uno de los espejos posibles de los últimos años de ese imperio: Ludwig Wittgenstein y Tractatus Logico-Philosophicus.

Como su hermano menor; Ludwig, en el mes de agosto de 1914, cuando comenzaba la guerra, Paul Wittgenstein, que perseveraba en ser pianista, fue destinado al frente de Galitzia. Cuando llevaba cuatro días allí, refiere Alexander Waugh en La familia Wittgenstein, recibió la orden con otros cuatro hombres “de dirigirse hacia el norte a través de un terreno boscoso y ondulado en dirección a la aldea de Izbica. Su misión consistía en reconocer las posiciones enemigas e informar al comandante del escuadrón, el capitán Erwin Schaafgotschen”. Desde las afueras de los bosques de Topola, “Paul y sus hombres observaron que un inmenso número de soldados rusos se desplazaban rápidamente en dirección sudoeste, hacia Zamosc. Tomaron nota de su número, su armamento y la dirección en que avanzaban. La mención de las medallas que Paul recibió por su papel en esta acción indica que no sólo se las concedieron atendiendo a la utilidad de la información que había recogido, sino también por su sobresaliente valor personal”. Una bala le destruyó el codo del brazo derecho. Cuando recobró el conocimiento en el hospital de campaña de Krasnystaw, le habían amputado el brazo y miembros del Quinto Regimiento ruso, “a punta de pistola tomaron como prisioneros de guerra a Paul, el resto de los pacientes, los cirujanos, los médicos, los camilleros y los enfermeros”.

En los años 20 del siglo XX, se sucedieron obras de piano para la mano izquierda como las de Korngold, Schmidt, Strauss y Bortkiewics. “En el mundo de la música”, conjetura Alexander Waugh, “debía sospecharse que había en juego grandes sumas, pero hasta los compositores jóvenes que lo ignoraban se sentían atraídos por la posibilidad de que los asociaran con Paul Wittgenstein.

En febrero de 1929, Paul Wittgenstein, a través de su agente Georg Kügel, se encontró con Maurice Ravel, que creaba su concierto para piano en sol mayor, en Le Belvedére; la pequeña villa que Ravel habitaba en Montfort-l’Amaury, a unos 40 kilómetros al oeste de París. Fue el principio del concierto para la mano izquierda en re mayor, que Joaquín Gutiérrez Heras consideraba “una de las obras más dramáticas y emotivas de su autor” —Paul Wittgenstein tardó largas desavenencias en comprenderlo.

En una de las notas que escribió para programas de concierto; providencialmente compiladas por Consuelo Carredano en el libro Notas sobre notas, publicado por CONACULTA en 1998, Joaquín Gutiérrez Heras refiere que el poema coreográfico La Valse fue escrito en 1919 y estrenado en 1920. “Es una síntesis impresionista de todos los valses. La orquestación velada e iridiscente. La armonía equívoca hacen aparecer todos sus temas como un recuerdo borroso de otras melodías de vals. Es música que evoca otra música”. Y advierte: “Todos los temas de vals tienen algo febril y torturado, y el apogeo final es la danza trágica de un mundo destinado a desaparecer”.

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