En el principio del siglo XX, Leon Bloy, que se consideraba “un libelista de buena voluntad”, se propuso, con el respaldo de San Jerónimo, “arrancar la lengua a los imbéciles, a los temibles y definitivos idiotas de este siglo”. Reconocía que se trataba de una empresa “harto insensata. No pierdo, sin embargo, la esperanza de demostrar que su realización es fácil y hasta agradable”, y advertía que “el hombre que no hace uso de la facultad de pensar y que vive o parece vivir sin sentirse un solo día solicitado por la necesidad de comprender cosa alguna, el auténtico e indiscutible burgués, está necesariamente limitado, en su lenguaje, a un limitadísimo número de fórmulas. El repertorio de las locuciones patrimoniales que le bastan es tan extremadamente exiguo, que no va más allá de algunas centenas. Qué paradisiaco silencio caería de inmediato sobre nuestro globo consolado si un bendito tuviera la gracia de arrebatarle ese humilde tesoro”.

La empresa de Leon Bloy adoptó la forma de un libro: Exégesis de lugares comunes. Descubrió que la “lógica de los lugares comunes es implacable” y confesó, ante alguno de ellos; “lo mejor es enemigo de la bueno”, que “el título de mi libro me abruma y estoy furiosamente tentado a bajar de mi cátedra”. Sin embargo, perseveró con la ira implacable que le era natural para revelar la errancia de esas frases hechas que conforman el habla y la simulación de pensamiento de muchos y de demasiadas doctrinas.

Consuelo Berges refiere que cuando Gustave Flaubert tenía 16 años publicó en un periódico de Ruán un escrito titulado “Une leçon d’histoire neturelle, gente commis”, que puede importar el principio del informe de Bouvard y Pecouchet, pero también el de un libro que gestó el resto de su vida, del que pueden hallarse indicios en “palabras —más de cien— que Flaubert subraya en Madame Bouvary —palabras tópicas, palabras cliché—” y del que conjetura en una carta a Louis Colet: “Cuando termine Madame Bouvary, será un trabajo de un año, pero al menos me habré vengado literariamente, como vengaré en ese Dictionaire des ideés reçues”, que Consuelo Berges tradujo como Diccionario de tópicos y para el cual Flaubert se dedicó pacientemente a cazar, según Berges, “las palabras necias, las palabras vacías, el lugar común, la frase hecha, la definición consabida, el hablar por hablar, el repetir sobre cada tema, sobre cada hecho, sobre cada suceso, sobre cada palabra que surge en la conversación”. Obviamente entre ellas se encuentra la palabra “viajero”, cuyo estigma revela Flaubert en dos palabras: “siempre intrépido”.

Desde hace mucho la idea del viaje como una aventura se ha impuesto como una rutina, cuyo mayor riesgo se halla en aeropuertos, estaciones de trenes y centrales camioneras cada vez más sórdidos, en los que hay demasiados seres humanos como en todo el planeta Tierra; entre esos seres humanos hacinados casi inmóviles en asientos cada vez más exiguos en trenes y camiones; en aviones que suelen retrasarse o no despegar; en hoteles llenos de esos seres humanos vestidos como viejeros al uso, casi uniformes, en los que no siempre hay cuartos suficientes; en calles, playas y montañas invadidos por esos seres; en museos donde esos seres impiden contemplar los cuadros, esculturas y vestigios que se exhiben en ellos y ante los cuales se toman fotografías con sus telefonitos esos seres que creen que “los viajes ilustran”, aunque su ejemplo refute esa creencia reiterada y pueda propiciar otro lugar común: “el viaje está en decadencia”.

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