“La ciencia instrumental o de las máquinas, es nobilísima y útil más que todas las otras”, escribió Leonardo da Vinci; “para su mediación todos los cuerpos animados, capaces de movimiento, realizan sus operaciones. Estos movimientos nacen del centro de gravedad colocado entre pesos desiguales, y estos cuerpos poseen pobreza o riqueza de músculos y palancas y contrapalancas”.

También es sabido que Leonardo maquinó ideas fascinantes, algunas de las cuales permanecen en ese estado puro que puede ser el proyecto, en esbozos, en maquetas, en artefactos bélicos, en una invención: il grande uccello, que auguraba “el primer vuelo”: “El gran pájaro alzará el vuelo desde la cumbre del Monte Cisne”, anotó, según su traductor Guillermo Fernández, al reverso de la cubierta del códice Sul vuelo degli Uccelli, “llenando de estupor al universo y colmando, de su fama, todas las escrituras, con gloria eterna al nido donde nace”.

Fiel frecuentador de Leonardo, Salvador Elizondo sabía que había sentenciado: “Se llama ciencia al discurso mental que toma su origen en los primeros principios, más allá de los cuales nada puede hallarse que forme parte de ella”. Como puede advertirse en páginas que se han publicado de sus cuadernos de diario, de niño Elizondo confesaba con letra manuscrita; Palmer: “Detesto la gramática y todos sus derivados, el lirismo es para los tontos. Sólo me gustan tres cosas, la física-matemática, la astronomía y las mujeres”. Derivó en la escritura, en la que halló géneros peculiares; entre ellos el del proyecto en estado puro y el de la invención de máquinas posibles, como las que conjunté en el libro Mecanismos mentales. Muestrario de máquinas, sistemas, ciudades, museos y objetos imaginarios, editado por Ficticia en 2021. Su fascinación no sólo conjetura máquinas como la del profesor Moriarty de “La luz que regresa”, como la del profesor Pierre Emile Aubanell, que sostenía que “la poesía es como todas las demás. Sólo difiere de las otras por la cantidad de energía que un poema recoge por ser creado”; como un toro mecánico que importa una “Teoría de la nueva tauromaquia”. “Se admite fácilmente que una máquina sea lógica y, sobre todo, razonable, en el sentido geométrico de último término”, escribió en una página de su noctuario publicada en Mar de iguanas, “pero el caso es que nadie admite una máquina mágica”.

En una calle recóndita de un barrio del este de Berlín, después de la Gran Guerra en la que fue soldado voluntario, Ernst Jünger vio a través de una ventana enrejada de un sótano “una imagen solitaria y tenebrosa”, refiere en la segunda versión de Das Abenteuerliche Herz (El corazón aventurero): un cuarto de máquinas que prescindía de cualquier mantenimiento humano.

Jünger experimentó un asombro inquietante ante esa visión; como ese cuarto de máquinas en un sótano de un barrio en el este de Berlín, como la maquinaria esbozada por Leonardo da Vinci, como los mecanismos mentales de Salvador Elizondo, hay antiguos instrumentos, hay máquinas que despiertan una fascinación incitante aunque no se sepa para qué sirven ni se comprenda su funcionamiento, a pesar de que se crea que ya no sirve. Un reloj de cuerda también puede seducir por su mecanismo; por la grata costumbre de darle cuerda. También las máquinas, en estos tiempos siempre demasiado modernos, han perdido ese misterio y ese encanto que pretende reducirse a un rectángulo electrificado que los mercaderes y sus feligreses llaman “teléfono inteligente”, que carece de aquello que puede sugerir un microscopio.

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