“Yo conocí la montaña por las piedras”, aseveraba don Manolo Ojeda en una de las gratísimas conversaciones que sostenía consuetudinariamente en El Gallo de Oro. Aunque no poco de su historia transcurrió en el centro de lo que era el Distrito Federal, nunca abjuró; no podía abjurar de Asturias. Era de Vibaño, en el Concejo de Llanes, donde “reconocía la montaña por las piedras; conocía todas las piedras de la montaña porque era pastor y, en la niebla, hallaba el camino por las piedras”.

José Alfredo Jiménez comprendía que una de las formas del destino puede hallarse en “una piedra en el camino”. Un nombre inscrito en una lápida importa una biografía. Los antiguos sabían que cada piedra encierra una historia y que en ellas convergía el secreto del universo. Hay quien sostiene que en Armenia persiste una piedra que procede del Jardín del Edén, cuyo nombre arcano le fue conferido por Adán. Entre los celtas, que no dejan de rendirle tributo al sol, en el solsticio de invierno, cuando el sol parece detenerse (solsticio significa “sol inmóvil”), se cree que existe una piedra en la que no deja de mantenerse la historia renovada del sol. Algunos aseguran que se halla entre la niebla y la lluvia de Bretaña, otros consideran que se encuentra en un castro de Galicia, en Escocia sostienen que está en una de las Islas Hébridas, en Irlanda saben que puede verse entre las piedras y la hierba húmeda de Kells, aunque la insidia de eruditos ingleses propone que se exhibe en el British Museum de Londres.

“En el sol eterno de Belén habrá nacido Dios hecho hombre”, está escrito en el Evangelio de Damasco, “y las piedras guiaron a los pastores para adorarlo y una estrella, reflejo de esas piedras, anunció la Natividad del hijo de Dios a los Magos de Oriente”.

En los Evangelios Canónicos no se alude a esas piedras y sólo San Lucas se refiere a los pastores “que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño” (2.8), a los que se les presentó un ángel que les dijo: “No temáis; porque he aquí que os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (2.11) y les reveló una señal: “Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (2.12).

No sólo ciertos teólogos han inferido que esas piedras persisten, acaso sin ser reconocidas, entre otras piedras de Belén. Según Julián Orbón, ante cuya música, sostiene Mario Lavista, “tenemos la certeza de que un misterio existe, y es insensato tratar de revelarlo”, esas piedras, sacralmente señeras, también habían adoptado la forma de la música. Conjeturaba que podían descubrirse en temas ocultos de Ordo Virtutum de Hildegard von Bingen y creía recordar que en algún escrito olvidado había leído que Josquin de Prez las había representado como un prodigio en una de sus obras perdidas, de la que sólo perdura un nombre posible: Las piedras de los pastores. Sospechaba que se trataba de “esa extraña bestia que se llama ‘canon cangrejo’, en el cual la segunda entrada de la melodía se hace hacia atrás”.

Una biografía poco confiable de E. T. A. Hoffmann, que adquirí por un par de francos suizos en una librería de viejo de Basilea, refiere que Hoffmann se propuso componer una ópera con Carlo Gesualdo como personaje, convirtiendo su biografía en una trama de fe y ajusticiamiento, que contendría la música de Gesualdo en la música de Hoffmann. Asegura que Hoffmann escribió la partitura “en lo que creyó el transcurso de una noche”, que durmió en el día, que en el crepúsculo lo despertaron las ratas, que, confundido entre el sueño y la vigilia, tardó en reparar en que la existencia de las ratas era física y que habían destruído el manuscrito de su ópera Gesualdo. Entre los retazos marcados por los dientes y los orines de las ratas, Hoffmann advirtió que unos acordes perseveraban intactos en un fragmento de pentagrama; todavía tardó en reconocer las notas en las que había cifrado las piedras que una noche le revelaron a los pastores el camino al pesebre de Belén.

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