Una de las imágenes más conocidas de Borges en México, preservada en fotografía, ocurrió hacia un mediodía en el que, vestido con traje oscuro y corbata, con un bastón, proyectaba su sombra en el suelo en el que convergen las pirámides de Teotihuacán. No ha dejado de propagarse (también fotográficamente) el momento en el que Jorge Ibargüengoitia caminaba decididamente, como acostumbraba, por el centro en obras de Coyoacán. Entre los retratos de Octavio Paz que no dejan de reproducirse se halla aquel en el que contempla el patio central del Palacio de Minería recargado en el barandal de piedra del primer piso o aquel en el que apaga las velas del pastel en el que convirtió uno de sus cumpleaños. Muchos momentos de la jornada terrestre de Salvador Elizondo, entre ellos aquel en el que escribía en su cuaderno con pluma fuente en el balcón de su departamento frente al Parque México, también han sido revelados por la misma fotógrafa, a la que le fue dado descubrir a Rosario Castellanos, Juan Rulfo y Salvador Elizondo a través de la ventana de un vagón a la espera de la partida del tren en el que viajarían. Se trata de la misma mujer que fotografió, quizá por última vez, a José Gorostiza sonriendo, sentado en un sillón que se adivina un refugio gratamente hogareño.
Como lo saben lectores de EL UNIVERSAL, en algunos de esos retratos, en algunas fotografías de fiestas que convergían en un sillón de cuero y un espejo en su departamento frente al Parque México, en alguna hora cotidiana en su casa en Santa Catarina, en Coyoacán, con su esposo, Salvador Elizondo, también aparece la fotógrafa a la que le han sido dados esos momentos y muchos más: Paulina Lavista.
Hacia el fin de los años 70, Vicente Ortega Colunga invitó a Paulina Lavista a realizar fotografías de vedettes para publicarlas en la revista Su otro yo. Como lo ha hecho con escritores, pintores, personajes varios, Paulina Lavista concibió imágenes reveladoras y lúdicas de, entre otras, Irene Moreno, Gloriella, de Rosy Mendoza, de Garce Renat, de Lyn May, a la que despojó de parafernalia chinesca para que apareciera desnuda con un gato que saltó azarosamente.
Como las de algunos escritores, como las de las fiestas que convergían en el sillón de cuero y el espejo, como la del tranvía en Avenida Coyoacán en el que niños “viajan de mosca”, como la del trolebús con el letrero “La Nave del Olvido”, como las de diversos personajes en calles de lo que era el Distrito Federal, como la del entonces presidente Luis Echeverría volteando fijamente hacia otro lado distinto al que atienden sus acompañantes en un homenaje a Benito Juárez, las fotografías de esas mujeres míticas han conformado imágenes de la memoria de los años 70 mexicanos en una exposición en la última estación de la Galería Pecanins, en el número 186 de la calle Durango, en septiembre de 1998, en la que Paulina Lavista se propuso invocar esos años.
Los momentos que le han sido dados convertir naturalmente a Paulina Lavista en imágenes fotográficas con agudeza, no sólo pueden conjuntarse en la remembranza de una época, también derivan en algo de una historia de un tiempo de la literatura, en viajes dentro de ciudades, en historias halladas en el parque, en la calle, en una estación de tren, en historias naturales, en lo que converge en una cortina, en una casa en Guanajuato, en una escalera, en la que Antonio Rodríguez descubrió “una bella síntesis visual de lo que es el barroco”.
Como lo celebró la primera plana de EL UNIVERSAL el martes pasado, Paulina Lavista cumplió 80 años.