
El 10 de febrero de 1818 nació Guillermo Prieto, uno de los personajes decimonónicos más relevantes en nuestro país. No sólo salvó la vida del presidente Juárez en Guadalajara —muy recordada es la frase de “los valientes no asesinan”—, sino que formó parte del Congreso que promulgó la Constitución liberal de 1857, acompañó al gobierno itinerantes de Juárez durante la intervención francesa —aunque se separó de él en 1865, por no avalar que extendiera su gobierno—. Además fue ministro de Hacienda y no debe haberlo hecho tan mal, ya que hoy un hermoso salón de Palacio Nacional lleva su nombre como un homenaje, espacio que durante mucho tiempo vio como la gente llegaba a pagar sus impuestos y actualmente es ocupado para llevar a cabo las famosas “mañaneras” presidenciales.
Pero, como si estos méritos fueran pocos, Guillermo Prieto brilló como poeta, cronista, periodista y ensayista. Sus textos han sobrevivido al paso del tiempo y nos acercan a la vida cotidiana de la época que le tocó vivir, enseñándonos que algunas cosas han cambiado poco en más de 150 años. Por ejemplo, en 1849 escribió que durante el día de muertos, o difuntos, como se le conocía entonces:
“La parroquia y el vasto cementerio es el lugar de reunión; apíñase la gente en remolino turbulento; el gentío se agrupa y se dispersa en busca de los sepulcros de los antepasados; encienden sobre el sepulcro las bujías, y ostentan sus ofrendas, que consisten en frutas, bizcochos, dulces, y a veces el refolicador aguardiente, que atiza el fuego lúgubre de los fieles” (El Siglo Diez y Nueve, 7 de noviembre de 1849).
Díganme, ¿no encaja la estampa con lo que todavía sucede hoy en día en panteones como el de San Pedro Tláhuac o Mixquic?
Sobre el trato dado a la prensa por muchos políticos, vale la pena recordar lo que don Guillermo escribió en Memorias de mis tiempos, a propósito de unos artículos que disgustaron al señor presidente de nuestro país, que en ese momento no era sino “su alteza serenísima” don Antonio López de Santa Anna. Es un texto un poco largo, pero que ilustra mucho el despotismo con que muchos políticos tratan a la prensa. Corría la última presidencia de Santa Anna cuando, recordó Prieto:
“Con motivo del día onomástico de su Alteza Serenísima, se publicaron en un mismo día dos artículos de felicitación, uno en El Calavera, periódico que redactaba don Eufemio Romero y otro en el Monitor firmado por mí.
Ambos artículos se habían escrito con ponzoña de alacranes, con la diferencia de que el de Romero era en realidad una queja de los liberales por la preponderancia de los conservadores, y el mío, sarcástico y desvergonzado, celebrando la frustración que presumía de las esperanzas del partido retrógrado, deslizándome a marcar algunos rasgos del carácter tornadizo del desterrado de Turbaco [se refiere a Santa Anna].
No tardaron ni cuarenta y ocho horas en producir sus efectos enconosos de aquellos artículos, pues antes de ese término habíamos sido conducidos a la presencia del dictador.
Era Romero un verdadero mendrugo de carne humana, negro y machucado, con sus lustres de charol de grasa y sus nudos y frunzones para conservar la forma del maltratado vestido; y, sin embargo, aquel hombre era estudioso, liberal de principios, firme en sus convicciones, y sorprendía su talento y tino para las cuestiones, tanto más, cuanto que formaban una especie de contraste con su triste figura y su estudiado encogimiento.
Eufemio Romero era natural de Veracruz, hermano de don José Romero, favorito de Trigueros y debía su pobreza y aislamiento a la dignidad con que rechazó siempre todo favor de Santa Anna; éste no le conocía más que de nombre y por las señas, así es que, al vernos en su presencia, se dirigió impetuoso a Romero, señalando el artículo en cuestión, y le dijo con la voz sorda de la cólera:
—¡Eh! ;Digame usted de quién es este artículo para arrancarle la lengua!
—En estos casos respondió Romero con frialdad extraordinaria, se hace la denuncia al juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—Yo lo he llamado a usted, so escarabajo, para oir de sus labios, quién es el infame que ha escrito el artículo!
Y contestó Romero con la misma imperturbable sangre fría que antes:
—En estos casos, señor, se hace la denuncia al juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—¡Indecente! —continuó Santa Anna-, ¡haga usted lo que le digo!
—Pues señor, en estos casos…
—¡Silencio!, ¡quítese usted de delante!
Romero se aprovechó del iracundo pasaporte, y puso pies en polvorosa.
Santa-Anna, todavía excitado por la colera, se volvió hacia mí, y me dijo:
—¿Usted es el autor del artículo del Monitor?
—Sí señor.
—¿Y no sabe usted que yo tengo muchos calzones?
Yo, como había escrito en tono sarcástico, aunque con miedo, quise seguir la broma, y le respondí:
—Sí señor, ha de tener usted más que yo.
—Me parece que es usted insolente, y yo sé castigar y reducir a polvo a los que se hacen los valientes; eso lo ejecuta cualquier policía, pues usted o se desdice de sus injurias y necedades o aquí mismo le doy mil patadas. ¿Qué sucede?
—En esas estoy, en ver lo que sucede.
A estas palabras, Santa Anna, apoyándose en una mesa que alli había, y levantando el bastón, se acercó a mí, y yo, por una puerta excusada, me escurrí violentamente; no sé si más temeroso o iracundo de la entrevista con el dictador”.
Sin embargo, a pesar de que muchas costumbres cambiaron poco desde la época de don Guillermo, sobre todo en algunas localidades del interior de la República, los adelantos tecnológicos hacen que nuestra vida sea muy distinta a la de la generación de Fidel, pseudónimo utilizado por Prieto.
O, sin ir tan lejos, a la de nuestros mismos padres.
Por ejemplo, los evangelistas o escribanos que durante todo el siglo XIX y hasta hace pocos años esperaban bajo los portales de Santo Domingo para escribir cartas oficios y solicitudes han desaparecido. Es más, la aparición del correo electrónico y el desarrollo de los “teléfonos inteligentes” con sus aplicaciones de mensajería ha hecho que el correo tradicional sea obsoleto y sobreviva solo gracias al envío de documentos bancarios y paquetería.
Además, internet ha fomentado la aparición de múltiples espacios informativos, redes sociales y blogs que cada vez roban más lectores a muchos periódicos tradicionales. La popularización de las redes sociales democratizó el acceso a la información al convertir a cada persona en un reportero potencial y eliminó la brecha que separaba a los poderosos de los simples mortales.
En nuestros días, estos espacios digitales han derrumbado gobiernos, cimbrado políticos y mostrado la fuerza de la sociedad civil. Y ni hablar de la forma en que la radio, la televisión y el cine han sufrido el embate de las nuevas tecnologías, gracias a plataformas como Netflix y Max.
Con todos estos cambios, ¿habrá entre nosotros un cronista como Prieto, que transporte a nuestros tiempos a las futuras generaciones?, ¿o ese tipo de personajes son también parte de un México que ya no existe?
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