Mateo Crossa
La idea de “desarrollo”, tal como la hemos heredado desde la posguerra, no fue nunca un concepto neutral ni inocente. Surgió como parte de una estrategia geopolítica e ideológica para legitimar la hegemonía estadounidense en la economía mundial después de la Segunda Guerra Mundial. En América Latina, este discurso fue duramente cuestionado por la corriente estructuralistas-cepalina que mostró cómo la desigualdad en el comercio mundial colocaba en un lugar permanentemente desigual a las economías primario exportadoras frente a las economías desarrolladas, mientras que la escuela marxista dependentista mostró fehacientemente que el desarrollo sólo podía producir más subdesarrollo en América Latina por el constante drenado de riqueza y valor que implica la inserción dependiente a la economía mundial.
Con la caída del bloque soviético y el auge del llamado Consenso de Washington en la década de los años 90s, la retórica del desarrollo vivió un nuevo impulso. Esta vez, despojada de cualquier matiz redistributivo, se transformó en el caballo de Troya del capital transnacional. Los años 90 marcaron una etapa de euforia neoliberal: los países dejaron de ser “subdesarrollados” para pasar a la cómoda etiqueta de “en vías de desarrollo”. Las economías de la periferia abrieron sus puertas de par en par para la entrada indiscriminada de las inversiones extranjeras directas, pues el nuevo agente de desarrollo pasaría a ser el capital y el mercado operando sin restricción. Los tratados de libre comercio habrían de convertirse en el manual preferido para que los países subdesarrollados escalaran en el desarrollo.
Amparado en el discurso legitimador del “desarrollo”, el capital global se desplegó sin restricciones, colonizando cada rincón del planeta bajo lógicas extractivistas y de acumulación desenfrenada. Las reglas impuestas por organismos como la Organización Mundial del Comercio (fundada en 1995) no fueron más que instrumentos de imposición neoliberal, que exigieron a los países periféricos abrir sus economías bajo la ilusión de competitividad y progreso. En realidad, se trató de una estrategia de recolonización económica: las potencias industriales desplazaron sus cadenas productivas a los márgenes del sistema, instalando regímenes de maquilas, zonas francas y enclaves de explotación intensiva donde la precariedad laboral y el saqueo ambiental se convirtieron en norma. Todo ello fue justificado por la retórica del desarrollo, que sirvió como cortina ideológica para invisibilizar la devastación de ecosistemas, el despojo sistemático de pueblos y territorios, y el empobrecimiento estructural de amplias mayorías sociales.
Mientras tanto, las universidades y los organismos multilaterales desplegaron una red ideológica para sostener este modelo: a nivel mundial nacieron programas académicos y centros de estudios del desarrollo, que se dedicaron a maquillar la narrativa del desarrollo con discursos técnicos y supuestamente apolíticos. El pensamiento crítico latinoamericano quedó marginado, enterrado bajo la retórica de la eficiencia y la modernización. O sea, bajo la narrativa del desarrollo.
No obstante, la arquitectura global del capitalismo neoliberal comenzó a mostrar fisuras. La crisis financiera de 2008 evidenció las vulnerabilidades estructurales del sistema y marcó un punto de inflexión en el orden económico mundial. En este nuevo escenario, China emergió como un actor central, disputando abiertamente la hegemonía de lo que Samir Amin denominó la “triada imperial” —Estados Unidos, Europa y Japón—. A diferencia de las economías occidentales, cuya acumulación se sustentaba en la financiarización y la deslocalización productiva, el modelo chino, basado en un capitalismo de Estado con fuerte intervención pública, mostró un ritmo de expansión mucho más dinámico y competitivo. Esta irrupción no solo ha desplazado parte del poder económico global, sino que ha reconfigurado las lógicas de competencia monopolista a escala planetaria.
Hoy, la competencia entre bloques se intensifica. La lucha por el control de los recursos, la fuerza de trabajo y los mercados se traduce en tensiones geopolíticas crecientes, guerras comerciales, conflictos armados. En este contexto, el discurso del desarrollo y toda la institucionalidad creada en torno al mismo se desvanecen por completo. La narrativa optimista de los años del Consenso de Washington ha colapsado, y sus principales promotores —empezando por las fracciones dominantes del capital y el aparato imperial de Estados Unidos— han pasado a boicotear el mismo sistema que ayudaron a construir.
El desarrollo, tal como lo conocimos, ha muerto. En su lugar, el capital impone una agenda de violencia, saqueo, despojo y control. Ya no necesita justificar sus acciones con promesas de progreso o bienestar. La institucionalidad global que sostenía el mito del desarrollo se resquebraja, y el panorama que emerge es abiertamente crudo: un mundo marcado por la militarización, represión, la guerra y el genocidio como herramientas centrales de dominación. Paradójicamente, el concepto de desarrollo nació tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Hoy, vuelve a desvanecerse en medio del estruendo bélico y la fragmentación global. Se acaba el tiempo de las promesas vacías; lo que queda es la realidad descarnada de un sistema en crisis que ya no puede esconder su rostro detrás de la palabra “desarrollo”.
Profesor investigador del Instituto Mora. Doctor en Estudios Latinoamericanos y en Estudios del Desarrollo. Sus líneas de investigación giran en torno a la economía política, desarrollo y dependencia en América Latina, poniendo especial énfasis en la reestructuración productiva internacional y el mundo del trabajo.