Sucedió…

Mi hijo acaba de cumplir 16 años, esa edad mágica en la que se le otorga el derecho de tomar el control de un coche, de sentir la libertad, de acelerar por las calles. Y ahí estoy yo, en el asiento del copiloto, aferrándome a la manija de la puerta como si fuera el último bote salvavidas del Titanic.

Cuando tenía su edad, veía a los mayores de 40 como "viejitos". Ahora, soy yo la “viejita”, y me pregunto: ¿cómo llegamos hasta aquí tan rápido? Ayer lo ayudaba a andar en bicicleta mientras él se tambaleaba y gritaba: “¡No me sueltes!”. Y ahora, tengo que confiar en él al volante de ¡un auuutooooo!

Ser padres es un viaje constante, un arte delicado en el que, poco a poco, nos hacemos menos necesarios. Criamos a nuestros hijos para que sean independientes, pero cuando llega el momento de soltar, ¡qué difícil es hacerlo!

Mi “bebito” ya había tomado su curso de manejo, pero aún le faltaba práctica. Así que asumí un nuevo rol en mi extenso currículum de mamá: instructora de manejo. A las funciones de nutrióloga, terapeuta, coach, entrenadora y cocinera, ahora le sumaba la de copiloto nerviosa. Pero entre tantas responsabilidades, a veces olvidamos lo más importante: soltar el control para no caer en el agotamiento.

Al principio, cualquier acelerón y volantazo me parecían un riesgo. No podía evitar sentirme invadida por el temor cada vez que él no hacía algo “perfecto”. Lo veía tomar el volante con esa mezcla de inseguridad y valentía, y sentía la necesidad de intervenir, de corregir, de anticipar cada peligro. Hasta que me di cuenta de algo: mi miedo solo estaba complicando el proceso, para él y para mí.

Me sentí como un GPS sobreprotector que recalcula la ruta a la menor desviación. “¡Gira a la derecha!”, “¡Demasiado rápido!”, “Recalculando”… Pero, así como un GPS no puede manejar por el conductor, yo tampoco podía hacerlo por mi hijo. Tenía que confiar en que, aunque tomara un carril diferente al que yo sugería, eventualmente llegaría a su destino.

Recuerdo el instante clave: hizo un giro incierto y grité: “¡Cuidado con la acera!” Él, con calma y destreza, corrigió la trayectoria sin problemas. Y en ese momento entendí que no podía seguir actuando desde el miedo. Si no soltaba el control, no le estaba permitiendo aprender.

Decidí relajarme y cambiar mi enfoque. En lugar de corregir cada detalle, opté por guiarlo con confianza y disfrutar el momento. Me di cuenta de que, al igual que en la vida, no podemos controlar todo; lo realmente importante es cómo manejamos lo que se nos presenta. Lo más sorprendente fue que, al soltar el control, no solo él ganó seguridad al volante, sino que yo también empecé a disfrutar del proceso, sin esa constante tensión de anticipar cada decisión.

Ser padres es un acto de equilibrio: proteger sin sobreproteger, guiar sin imponer, acompañar sin dirigir. Queremos evitarles cada tropiezo, pero si no les permitimos equivocarse, tampoco les permitimos crecer. Y a veces, el verdadero INGRIDiente secreto para el crecimiento personal no está en hacer más, ni en buscar la perfección, sino en saber cuándo soltar el control… y el volante.

Gracias por acompañarme en este viaje de aprendizaje.

IG: @Ingridcoronadomx /

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