Llevaba muchos años con dolor crónico en el cuerpo y me recomendaron un tratamiento de medicina ayurvédica. Ahí, en una sesión de masaje, el toque del terapeuta hizo algo que ningún tratamiento había logrado: me devolvió al cuerpo.

No fue un masaje con fuerza, era una energía distinta, sabaa, que entendía algo que yo había olvidado: que entre la dureza y la pasividad hay un punto medio, ese donde se puede soltar un nudo sin aullar de dolor.

Y ahí, acostada, sintiendo ese movimiento preciso, lloré, porque entendí que nunca antes unas manos masculinas me habían tocado con tanta ternura.

Mi cuerpo estaba acostumbrado a otro tipo de energía: a la exigencia, al empuje, a la idea de que si no duele, no sirve. No pain, no gain, nos dijeron, y lo creímos. Ahí comprendí cuántas veces había vivido así: empujándome, criticándome, apurándome… sin ser más compasiva conmigo misma.

Y eso mismo lo aplicamos a todo: al trabajo, al amor, al cuerpo.

Por ejemplo, en el yoga: una práctica creada por hombres para hombres, pensada para fortalecer el cuerpo lo justo y poder estar sentado meditando. Hoy, el 80 % de quienes lo practicamos somos mujeres, pero terminamos convirtiéndolo en una carrera de resistencia. Creímos que entre más duro, más transformador. Que si salíamos adoloridos, hicimos “buen yoga”. Pero eso no es sanación: es la misma exigencia de siempre, solo que ahora suena más espiritual.

Y ese patrón no se queda en el tapete. Lo llevamos a todas partes.

Nos levantamos con el despertador gritándonos “¡apúrate!”, en lugar de dormir lo suficiente para no necesitarlo. Vivimos corriendo de un compromiso a otro, creyendo que si bajamos el ritmo nos quedamos atrás. Nos hablamos mal, nos exigimos más de lo que podemos dar, y el cuerpo, tarde o temprano, cobra la factura. Luego nos preguntamos por qué nos sentimos mal.

Hace poco, después de ese masaje, pensé que la fuerza no está donde nos dijeron. Se podría creer que para tener un cuerpo fuerte hay que levantar pesas, tensar músculos, conquistar. Pero pienso en los maestros de Qi Gong o Tai Chi: hombres y mujeres de noventa años con cuerpos más jóvenes, sanos y ágiles que la mayoría, que nunca forcejearon contra sí mismos. Aprendieron a moverse con el flujo.

También con mis hijos descubrí que la suavidad funciona, que no necesitas castigar para que respeten los límites. No es que crezcan sin reglas, es que los límites claros, sostenidos con amor, los ayudan a entender que son buenos para ellos, que no son imposiciones por tener el control.

Esa es la revolución pendiente: desaprender la dureza. Por eso, tal vez podríamos intentar ir más lento, hablarnos bonito, cuidar el tono. Bajar la voz, no como sumisión, sino como fuerza. Es probable que al principio incomode al ego, que solo entiende de prisa, o que moleste a quienes no soportan ver a alguien moverse a otro ritmo. Pero con el tiempo, el cuerpo lo agradecerá.

Así que, mientras el mundo te grita que corras, demuestres y conquistes, tú puedes elegir bajar la velocidad. El INGRIDiente secreto es una invitación a ser amable contigo y con los demás, a cuidar tus palabras. Y cuando lo haces, tu cuerpo se relaja, tu mente respira y empieza, sin ruido, la verdadera revolución de la suavidad.

Gracias por acompañarme una vez más.

IG: @Ingridcoronadomx www.mujeron.tv

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.