La víspera de toda marcha opera como espejo nacional. Mañana, 20 de noviembre, la Generación Z volverá a tomar las calles, y lo que incomoda no es la manifestación, sino el reflejo que devuelve. México repite las mismas palabras de los años de Echeverría, como si nada hubiera pasado desde el Halconazo.

El discurso oficial insiste en que "se permite la manifestación", como si la libertad fuese una concesión graciosa del poder y no un derecho que existe incluso cuando incomoda. Esa idea del Estado magnánimo que "tolera" a la ciudadanía es un residuo directo del autoritarismo que justificó Tlatelolco y el jueves de Corpus. La retórica de Díaz Ordaz sobre haber sido "demasiado tolerante" se recicla hoy con otros acentos, pero mantiene la misma sombra paternalista que convierte al disenso en privilegio. México camina en círculos.

Al contrastar los documentos históricos y la retórica presidencial reciente, la continuidad es imposible de ignorar; en los sesenta se hablaba de "libertinaje" y "agitadores externos", hoy se habla de "financiamiento oculto", "convocatorias inorgánicas" “conservadores” y "provocaciones". Cambia el vocabulario, no la lógica.

Este es el hilo que une la retórica de la seguridad nacional de Díaz Ordaz con la narrativa de conspiración digital que ahora se despliega contra los jóvenes. El mismo patrón aparece en los operativos; los gobiernos de entonces negaban la existencia de grupos de choque mientras operaban los Halcones.

Hoy se niega el uso de gas y se desconoce que el “bloque negro” sea gubernamental.

La semántica oficial siempre intenta esconder lo evidente; la marcha, en cambio, lo exhibe.

La indignación ciudadana también enfrenta otra dolorosa distorsión, las marchas pacíficas se ven alteradas por grupos encapuchados que se infiltran entre los contingentes con la misma precisión con la que los Halcones irrumpieron en 1971. Jóvenes que denuncian infiltración estatal hablan de un libreto viejo.

Las imágenes recientes muestran a manifestantes encapsulados y golpeados en el piso, mientras los grupos violentos salen indemnes. La historia enseña que cuando el caos aparece solo en los momentos políticamente útiles, alguien mueve los hilos.

El operativo de 2025 lo confirma: investigaciones internas por uso excesivo de la fuerza, agresiones a la prensa, gas dispersor y la narrativa oficial que insiste en que "todo fue una provocación".

La coincidencia en la narrativa no es casual, es estructura.

Nosotros, que cargamos la memoria de 1968 y la marca del 10 de junio, sabemos identificar el patrón. La violencia que desvirtúa la protesta nunca cae del cielo, es funcional al poder porque permite dos maniobras simultáneas.

Primero, deslegitimar la causa.

Segundo, convertir al manifestante en sospechoso.

En el pasado se habló de comunistas. Hoy se habla de bots, de financiamiento extranjero, de la oposición fantasma de los conservadores. La forma cambia solo para que nada cambie, esa es la tragedia.

La Generación Z enfrenta mañana ese péndulo histórico con una claridad que incomoda. Ellos marchan por lo que deberían ser certezas básicas: seguridad, futuro, respeto.

Lo que encuentran es una narrativa que los infantiliza, los niega o los acusa, la marcha no es solo una protesta, es un juicio moral al Estado.

Mientras, el Estado responde de la misma forma que antes: insinuando que todo está manipulado, que "no eran tantos jóvenes", que "alguien quiere provocar". La misma fórmula que los documentos oficiales de los sesenta describen como antesala de la represión encubierta.

Frente a esta repetición histórica, la resistencia auténtica es el ejercicio pacífico de la civilidad. Si aceptamos la idea de que el gobierno "nos deja marchar", renunciamos a lo que generaciones enteras conquistaron con sangre. Si callamos ante la infiltración que busca ensuciar la protesta, entregamos el poder de la calle a la violencia. La mayor victoria contra el autoritarismo reside en la civilidad inquebrantable de la manifestación pacífica. La resistencia empieza por mirar de frente el espejo que mañana se levantará en las calles, y decidir si queremos seguir repitiendo la historia o ejercer nuestra paz como el acto de rebeldía más profundo.

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