El país donde los asesinos tienen trece años; en esta frase se condensa la degradación moral de México. Los recientes homicidios de figuras públicas como Carlos Manzo, el jurista David Cohen y miles de víctimas anónimas revelan un patrón que ya no puede ocultarse: cada vez más, los crímenes son perpetrados por menores de edad.
No se trata de casualidad ni de tragedias aisladas, sino de una estrategia planificada. El crimen organizado descubrió la fisura ideal del sistema: reclutar a quien no puede ser juzgado como adulto. El resultado es una fórmula de impunidad tan eficaz como perversa. La ley los protege, la sociedad los disculpa, el Estado los olvida. Así se construye la ecuación de la barbarie moderna: matar sin castigo, crecer sin culpa.
Cuando la compasión se convierte en ideología, deja de salvar a los inocentes y empieza a absolver a los culpables. En México, basta pronunciar la palabra “niño” para suspender cualquier juicio moral. La inocencia se presupone, aunque haya cálculo, crueldad o premeditación.
Ese reflejo emocional, sostenido por décadas de paternalismo político, ha convertido la minoría de edad en un blindaje jurídico y el blindaje en privilegio criminal. Nadie se atreve a romper el mito de la inocencia inmaculada, aunque la realidad muestre adolescentes que matan con plena conciencia, no se niega la vulnerabilidad de quien fue reclutado, pero la vulnerabilidad no borra la conciencia.
Muchos de esos jóvenes saben exactamente lo que hacen y lo hacen, precisamente, porque saben que no serán castigados.
En diversos países, los menores imputados por la comisión de delitos graves compurgan penas iguales a las de adultos. México no solo debe hacerlo, sino reformar un sistema que, desde su origen, es gravemente explotado por los criminales.
La organización Reinserta aporta datos contundentes: cientos de miles de menores reclutados, siete víctimas mortales al día, ningún reclutador procesado; su diagnóstico es certero, pero se queda a mitad del camino.
Si el Estado no castiga a quien recluta ni responsabiliza a quien mata, convierte el crimen en estadística, no en decisión moral. Hannah Arendt lo advirtió: cuando la culpa se disuelve en la estructura, se desvanece la noción de responsabilidad individual. Nadie es culpable porque todos lo son un poco.
En México el reclutador es invisible, el menor es inimputable, el Estado es omiso y la sociedad se consuela invocando la “victimización del entorno”. El resultado es un pacto tácito de irresponsabilidad colectiva.
La crítica no se dirige contra las instituciones que apoyan a los menores infractores, sino contra el sentimentalismo que su discurso podría legitimar. Si todo niño armado es únicamente víctima, entonces nadie es culpable; y si nadie es culpable, la justicia no existe.
El pensamiento crítico debe recuperar una distinción elemental: comprender no significa justificar. Podemos entender el origen social del mal sin negarle su dimensión moral. Lo contrario equivale a aceptar que el crimen es inevitable y que la infancia perdida merece compasión, pero no justicia.
De ahí se desprende la ética mínima que esta nación debe recuperar:
“Delito que queda impune se repite. Pero infancia que se abandona, se convierte en criminal.”
El mal no nace de la brutalidad, sino del vacío moral. Y en México, ese vacío tiene rostro de niño: víctima cuando nace, victimario cuando crece, símbolo trágico de un Estado que olvidó pensar.
Ninguna de esas escenas es un accidente, son el resultado directo de un sistema jurídico que ha confundido compasión con impunidad. La infancia abandonada se ha convertido en el ejército del futuro, una generación que el Estado fabricó y después decidió no mirar. Mientras este vacío moral persista, México seguirá siendo no una nación en paz, sino una guardería de sicarios esperando la mayoría de edad.
Notario y exprocurador de la República

