La propuesta de telecomunicaciones a debatirse en el Congreso en estos días, esconde riesgos mucho más peligrosos de los que aparenta. Más que el control de los medios, lo que se pretende es la destrucción de la libertad de expresión.

La iniciativa no es resultado de una reacción ante la dura propaganda de un gobierno extranjero, sino un pretexto para fortalecer la estrategia iniciada y consumada con la desaparición de varios órganos constitucionales autónomos como la COFECE y el IFT.

Tampoco sorprende la celeridad con la que se ha buscado introducir la reforma, votándola en caliente el último día del periodo ordinario, con un dictamen paupérrimo, sin debate en comisiones, con una oposición meramente simbólica y la mayoría de los medios bajo control del gobierno; mecanismos que recuerdan prácticas ampliamente criticadas en el pasado y que realizan sus antiguos críticos, hoy en el poder.

La absurda justificación que promueve popularmente la reforma apela a la recuperación de los canales de telecomunicaciones por parte del Estado. La simple idea enciende las alarmas y remite al ejemplo de países que han llevado a cabo procesos similares, hoy reconocidos como los más cerrados en materia de libertad de expresión como China, Rusia, Cuba y Venezuela.

No es una aberración que el Estado regule las telecomunicaciones. Pero Estado no es gobierno. También la sociedad es parte del Estado y de la búsqueda de un fin común, el bienestar general con libertad, democracia y estado de derecho. La desviación es que el gobierno se apropie de la representación de todo el Estado y borre la línea que los separa.

La reforma que promueve el oficialismo busca que el gobierno asuma el control de los contenidos informativos y de opinión en los medios de comunicación y los maneje incluso en las otrora benditas redes sociales.

Una verdadera reforma para fortalecer al Estado y la soberanía sin incurrir en el exceso de utilizarla como instrumento de censura y manipulación debe establecer salvaguardias y candados ante asociaciones ilícitas e ilegítimas entre gobierno y medios. Hace unos días se reveló la producción sistemática de campañas de desprestigio desde una televisora comercial, impulsadas por personas que ocupan actualmente cargos en la administración pública.

En segundo lugar, debe garantizarse el libre uso de las redes sociodigitales y otros canales de comunicación, sin riesgo de someterse a la aprobación previa gubernamental de sus contenidos, con las únicas limitantes que fija la Constitución, es decir, el respeto a los derechos y la libertad de las personas.

La actual propuesta en telecomunicaciones acerca a México a países que bloquean y silencian canales y voces críticas a las que se acusa de promover la hostilidad y amenazar la seguridad nacional. Vargas Llosa describió el control mediático de la dictadura perfecta mediante concesiones que desalientan cualquier crítica molesta al gobierno.

Durante mi estadía en Francia constaté que era en los canales del Estado donde más se criticaba al presidente en turno, sin pleitesía hacia el gobierno y el partido en el poder, con una clara noción de servicio al interés general de una audiencia compuesta por ciudadanos.

Sin ir más lejos, desde 2018 el IMER, institución estatal para la comunicación, se hizo abiertamente instrumento de propaganda morenista y partidista. También el Canal 11 del IPN se transformó en otra pantalla más de la publicidad gubernamental y partidista. Avanzar en el dominio de los medios ha sido una finalidad clara del gobierno.

Es una buena señal por parte de la presidenta hacer que la propuesta en telecomunicaciones sea discutida con pertinencia y profundidad. Si el debate correctivo no llega a activar una verdadera reingeniería legislativa, los pocos espacios activos para la libre expresión se habrán acabado y la dictadura quedará consolidada y sin un poder judicial autónomo capaz de corregir el abuso.

Notario, ex Procurador General de la República

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