Pese a las promesas hechas a los inversionistas para calmar turbulencias cambiarias y financieras, la afirmación de que la Reforma Judicial será realidad al llegar septiembre y los jueces, magistrados y ministros serán designados por el voto popular sigue alimentando un ambiente de tensión e incertidumbre en los mercados internacionales.
No es, en sí, la forma del voto el principal motivo de alerta, sino que ese modelo oculta la finalidad de apoderarse populistamente del Poder Judicial, último bastión que frenó algunos excesos del gobierno que está por terminar.
Muchos consideran que el problema es la incertidumbre jurídica, pero el verdadero riesgo está en no contar con un mecanismo que impida al gobierno tomar decisiones arbitrarias. Hoy esa responsabilidad corresponde al Poder Judicial, concretamente a la Corte, frenar a las autoridades u otros poderes cuando incurren en excesos, como sucedió con las reformas a la Ley Eléctrica. En dicho caso, un amparo con carácter general puso freno a la desmesura del gobierno que cambiaba las reglas del juego y ponía en riesgo a las empresas del sector.
Esta acción que protegía los derechos de los ciudadanos no cayó nada bien en Palacio y motivó las represalias contenidas en el llamado Plan C. El primer paso fue reformar la Ley de Amparo para impedir que ese recurso fundamental en el orden jurídico nacional tuviera efectos generales, situación que complica la resolución de los juicios, disminuye la eficiencia de los jueces y aumenta su carga de trabajo.
Para justificar y hacer más “digerible” esta medida, el Presidente esgrime el falso argumento de que la justicia está por encima de la economía, cuando la realidad es que no son elementos aislados ni contradictorios. Ambos, justicia y economía, son parte de un mecanismo que hace posible el desarrollo social.
Esta falacia es el espejismo al que recurren todos los gobiernos populistas y autoritarios que en el fondo buscan destruir el Poder Judicial para no tener contrapeso. En realidad el único beneficiado es el Ejecutivo, mientras que los ciudadanos quedamos a merced de sus decisiones y sin garantía de defensa.
Una elección abierta de jueces y magistrados tiene muchos riesgos. El primero es que nada garantizará que los candidatos elegidos por voto popular estén capacitados para desempeñarse como juzgadores. Este año, con el sistema vigente, sólo 46 aspirantes de 579 postulantes aprobaron los exámenes para ser jueces. ¿Si el sistema de elección privilegia la popularidad por encima de la capacidad, qué asegura que los juzgadores sean realmente aptos?
Otro riesgo está en que en las elecciones judiciales se involucre el crimen organizado y se repita un proceso electoral como el que acabamos de vivir, en el que muchos candidatos fueron amenazados para dejar sus candidaturas, lastimados e incluso asesinados. ¿Qué impedirá que el rastro de sangre se repita para sacar de la contienda a jueces capacitados y abra la puerta a quienes han sido cooptados por los delincuentes?
Poco se sabe, además, del costo que tendría una elección de esta índole, que podría alcanzar, cuando menos, el de una elección intermedia, lujo que un gobierno con pocos recursos y el más alto déficit fiscal en 22 años no se puede dar.
No niego que se deba reformar el Poder Judicial, toda institución es perfectible, pero esta medida tiene como único objetivo destruir, no mejorar el acceso de la población al ideal de justicia pronta y expedita.
La reacción de los mercados sigue siendo de preocupación. El precio del dólar fluctua con cada declaración presidencial. Mal empieza un nuevo gobierno si antes de su estreno los inversionistas ya le cortaron la cabeza.
Desde la falsa premisa de que la justicia está por encima de la economía no habrá cómo buscar estabilidad social. Los mercados e inversionistas han alertado acerca del rumbo que no se debe tomar y las consecuencias de hacerlo. Si el mundo va inercialmente en una dirección, es inútil y peligroso remar contra corriente.