Tres eventos recientes que parecían inconexos y poco significativos de este gobierno revelan su verdadero rostro y su forma de entender el ejercicio del poder, cada vez más decidido a hacer de la intimidación una política de Estado. No se trata de accidentes ni de malentendidos, sino de síntomas de un Estado que avanza hacia el control absoluto y confirma un patrón que erosiona garantías, disciplina la disidencia, evade la transparencia y confunde a conveniencia autoridad con propiedad.
El primero de ellos es el caso de Joel Marín, abogado que fue encarcelado por la Fiscalía de Nayarit, criminalizando el ejercicio técnico del derecho. El amparo, creado para contener abusos, se convirtió en detonante de la represión. El joven litigante intentaba frenar acciones del gobierno de Nayarit que expropiaban 900 hectáreas de terreno a ciudadanos jaliscienses. La acción ha seguido la táctica favorita del gobierno, una denuncia que no necesita más que mala voluntad para otorgar prisión preventiva oficiosa.
Cuando el gremio apenas procesaba ese golpe, Tamaulipas ofreció otro. Durante una audiencia oral, la abogada María del Carmen García señaló que la jueza Mónica Iliana Chapa Pérez había omitido una etapa procesal obligatoria. La respuesta fue una multa de 1.4 millones de pesos, impuesta sin la gradualidad que exige la ley y justificada con una supuesta alteración del orden. Surge entonces la pregunta incómoda. ¿Qué orden se altera al corregir una omisión? ¿El procesal o el político, que exige sumisión del litigante?
La lección es contundente. Defender al cliente puede costar la libertad o ruina patrimonial. Litigar se vuelve un acto temerario en un proceso donde cada palabra puede detonar represalias.
Ese deterioro del ámbito judicial se enlaza con otra señal preocupante. Desde el púlpito presidencial se sugirió a los anunciantes de un medio de comunicación crítico que quizá convenga “ir a otro lado”. La frase, lejos de ser comentario casual, funciona como advertencia. El Estado utiliza su peso simbólico para recordar al empresario que su prosperidad depende de su docilidad. La disparidad es evidente a través de la cual, no sólo se fustiga al adversario, sino que se intimida a quien ose comerciar con él.
Encarcelar al abogado, arruinar a la defensora e intimidar al anunciante describe un poder que no regula, sino disciplina. Defender resulta peligroso, anunciarse imprudente y disentir tiene un costo alto.
Este patrón produce un efecto nítido: la domesticación política. El miedo se instaura como método, así, un abogado amedrentado evita litigar; un empresario coaccionado evita anunciarse. La sociedad aprende a callar para sobrevivir de tal forma que el cerco jurídico y económico deviene hábito y, posteriormente, cultura.
Todo esto ocurre mientras la inversión privada tanto nacional como internacional se paraliza. La incertidumbre jurídica, la retórica polarizante y las reformas regresivas generan un entorno donde arriesgar capital parece insensato. Ni invitaciones a Palacio ni discursos conciliadores sustituyen la certidumbre. El estancamiento proviene de un aparato que castiga la autonomía y convierte la ley en instrumento de represión.
Resurge así el Estado patrimonial que describió Max Weber, donde el gobernante trata a las instituciones como extensiones de su voluntad. La ley opera como escarmiento, la economía como mecanismo de control y la gente aprende a callar.
Cuando la ciudadanía comienza a anticipar la sanción antes de actuar ya ni siquiera hace falta reprimir, basta con que la amenaza gravite en el aire. El ciudadano ya no enfrenta instituciones neutrales, sino la sombra de un poder que penaliza la resistencia. Se puede litigar, si el poder lo tolera; se puede anunciar, si el poder lo permite; se puede opinar, siempre que no se incomode en exceso.
Lo que emerge no es un destino inevitable, sino una encrucijada. El país aún puede recuperar el rumbo si el poder decide asumir y acotar la responsabilidad que le corresponde de manera que la ley vuelva a ser límite y no arma, el proceso judicial, garantía y no amenaza. La economía, espacio de confianza y no de castigo. Nada de esto exige milagros, solo voluntad para corregir antes de que la intimidación se normalice como método de gobierno. Si el Estado elige rectificar, aún puede reconstruir la confianza rota y demostrar que la fuerza pública sirve a la ciudadanía y no a sí misma; el golpe de timón todavía es posible.
Notario y exprocurador de la República

