Cuando crecemos, escuchamos en nuestras clases de historia sobre la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), un organismo integrado por la mayoría de los países del mundo con el objetivo de garantizar la paz y la seguridad. Fundada en 1945, la ONU cumple ahora 80 años y para quienes participamos en modelos de Naciones Unidas durante la juventud, este aniversario despierta recuerdos de expectativa y entusiasmo. Cada septiembre, la semana de apertura de la Asamblea General reúne en Nueva York a jefes de Estado, diplomáticos y representantes de alto nivel que intercambian visiones y buscan soluciones a los problemas globales.
Los discursos de esta cita anual suelen ser inspiradores. Recuerdo en particular el 70 aniversario, hace una década, cuando los Estados miembros adoptaron la Agenda 2030, con sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible para combatir el cambio climático, reducir desigualdades y fortalecer el Estado de derecho. Sin embargo, la historia de la ONU no está libre de sombras. A menudo ha enfrentado grandes obstáculos para actuar con eficacia, y este año ha resultado especialmente desalentador, mostrando las fracturas de la comunidad internacional.
Uno de los momentos más esperados de la Asamblea General es el discurso del presidente de Estados Unidos, país anfitrión. Este año, Donald Trump habló durante una hora. Más que propuestas, ofreció una larga lista de autoelogios: presumió logros económicos, celebró la reducción de la migración y declaró que había puesto fin a siete guerras. Llegó incluso a reprochar que la ONU “nunca lo llamó” para ofrecer ayuda. Enumeró conflictos en Armenia y Azerbaiyán; Camboya y Tailandia; Israel e Irán; India y Pakistán; Ruanda y la República Democrática del Congo; Egipto y Etiopía; y Serbia y Kosovo. No obstante, sus afirmaciones resultan falsas.
Trump también criticó a países europeos por sus anuncios de reconocimiento a un Estado palestino, que calificó como un “premio a los terroristas de Hamas”. Sobre el cambio climático, lo desestimó como una “estafa de energía verde”, asegurando que la energía solar y eólica son más costosas que los combustibles fósiles.
Entre acusaciones, el presidente estadounidense también atacó a la ONU por su supuesta incapacidad para resolver los grandes retos globales. Una crítica injusta, pues la falta de acción responde más a los bloqueos entre los Estados que al propio organismo. Su discurso, además, se vio acompañado de comentarios irónicos sobre dos incidentes logísticos a su llegada: una escalera mecánica que se detuvo mientras subía con su esposa Melania y un teleprompter que no funcionaba. Trump no perdió la ocasión de burlarse: “Si la primera dama no hubiera estado en buena forma, se habría caído, pero está en plena forma”, dijo. Y sobre el aparato averiado añadió: “Quien lo opere está en serios problemas”.
La jornada incluyó también una reunión con el presidente argentino, Javier Milei, apenas un día después de que el Departamento del Tesoro anunciara un plan de rescate económico para ese país. Esto no sorprende: Milei, populista de ultraderecha, es un aliado cercano de Trump. En contraste, el trato con otros mandatarios fue muy distinto. Al presidente de Colombia, Gustavo Petro, se le revocó la visa estadounidense por haber participado en una manifestación en Nueva York en la que llamó a soldados norteamericanos a desobedecer órdenes.
Estados Unidos ha sido históricamente un actor central en los trabajos de la ONU. Hoy, bajo el liderazgo de Trump, ese papel parece desdibujado. Su intervención se limitó a exhibir victorias falsas o verdades a medias, criticar el trabajo colectivo, imponer su agenda radical y aplicar su estilo conocido: recompensar a sus aliados y castigar a sus opositores.
La ONU enfrenta un momento crítico. Sus objetivos de paz, seguridad y cooperación están lejos de cumplirse y resulta evidente que necesita transformaciones estructurales profundas. Pero no será la sede en Nueva York ni el edificio quienes marquen la diferencia: serán los líderes de cada país. Son ellos quienes tienen la responsabilidad de devolver a la ONU la fuerza que requiere para cumplir con su misión.
Por ahora, lo que vimos en la Asamblea General es un recordatorio amargo: el liderazgo estadounidense se ha reducido a un show de medias verdades, que deja a la comunidad internacional atrapada entre una escalera mecánica detenida y un teleprompter averiado.