Durante el último año, he escrito para Confabulario mi visión de la historia de la filosofía. Es una labor autoimpuesta por el amor al suplemento cultural, y también una forma de repasar la licenciatura que cursé en dicha materia. Llegado el momento retomé a Petrarca y su visión de la ética me desconcertó. Ni siquiera él descubrió el hilo negro de la corrupción política ni la desolación por la legalidad, pero su pensamiento me lleva a indagar más allá del capítulo que ya le dediqué en las páginas de Confabulario, se trata de pensar:
Petrarca y el espejo de la política mexicana
Francesco Petrarca, el humanista del siglo XIV, nos dejó un diagnóstico implacable de su tiempo que hoy, en 2025, reverbera sobre el desierto moral y ético de la política mexicana. En su Italia fragmentada, donde ciudades-estado se desgarraban por el poder y el Papado se hundía en Aviñón por la corrupción, Petrarca alzaba su pluma para lamentar que la ética había abandonado la política. No tengo claro desde qué época, pero debe haber una cuando la política en sí se convirtió en “espectáculo”, más allá del hambre del poder. En sus cartas y reflexiones, el filósofo denunciaba un mundo donde la virtud, antaño brújula de la Roma republicana, había sido reemplazada por la ambición desnuda y el cinismo. Si mirara el México actual, ¿no encontraría un eco devastador de su queja, amplificado por el desquiciamiento de una nueva generación política y la lucha descarnada por el poder judicial, ambas carentes de ética, visión, humanismo y amor por la patria?
Petrarca lamentaba la pérdida de la ética en un siglo donde los gobernantes, lejos de encarnar la excelencia moral, se regodeaban en excesos y traiciones. En México, esa ausencia no solo persiste, sino que se ha agravado con la irrupción de una nueva generación política que parece haber hecho del desatino su bandera. Estos jóvenes lobos, que compiten por relevancia en el Congreso, los partidos y los gobiernos estatales, no traen consigo la renovación que su edad promete, sino una versión reciclada del mismo oportunismo que sus antecesores perfeccionaron, Chihuahua, Chiapas, la Ciudad de México y otras latitudes dan fe de estas palabras. Lejos de la virtud cívica que Petrarca admiraba en Cicerón, exhiben un pragmatismo sin brújula: su discurso oscila entre el populismo facilón, mientras su único norte parece ser el ascenso personal. La ética no es un camino, sino un estorbo; el humanismo, un lujo innecesario en un juego donde la patria se reduce a un botín.
El poeta evocaba la grandeza de Roma como un ideal a resucitar, pero en México, los mitos del pasado —la Revolución, el cardenismo— son solo combustible para una nostalgia estéril. La nueva generación política no busca extraer principios de esas glorias pasadas, sino explotarlas como slogans de campaña, vaciándolas de sentido. En este paisaje, el amor por la patria no es más que una frase hueca en boca de quienes ven en el poder un fin, no un medio.
Así, la crítica petraquista al poder corrupto, vertida en sus “Liber sine nomine” contra la corte papal, encuentra un paralelismo grotesco no solo con nuestro poder Ejecutivo y Legislativo, sino en la lucha encarnizada por el Poder Judicial. Los magistrados y jueces, que deberían ser baluartes de la justicia, se ven arrastrados a una contienda donde la ética y la visión brillan por su ausencia. La reforma judicial, impulsada bajo el estandarte de la “limpieza”, ha devenido en un campo de batalla donde los contendientes compiten no por el bien de la nación, sino por el control de una institución clave. Lejos del humanismo de Petrarca, que ponía al individuo y sus virtudes en el centro, esta pugna refleja una lógica de facciones: el amor por la patria
se sustituye por la lealtad a un líder o a un interés, y la justicia misma se convierte en rehén de ambiciones mezquinas.
El universalismo del poeta, y su capacidad de trascender fronteras sin perder sus raíces se estrella contra el provincianismo miope de esta nueva generación y los aspirantes al poder judicial. Petrarca veía en la virtud individual el corazón del buen gobierno; aquí, confiamos en figuras carismáticas cuya moral se diluye en el ejercicio del poder, mientras las instituciones son instrumentalizadas o despreciadas.
Petrarca insistía en que la ética era el camino para redimir su siglo, una senda de autotransformación que devolviera la dignidad a la política. En el México de 2025, esa lección suena como un reproche y una súplica. El poeta nos diría que no basta con señalar la ética ausente; hay que hacerla renacer. La política mexicana no aspira a “lo mejor posible”, como quería Petrarca, sino que se regodea en lo tolerable; seguiremos siendo la sombra de lo que Petrarca soñó: no un pueblo de ciudadanos, sino una turba de súbditos.
Entiendo si se piensa que este es un texto más, sin sentido ni compromiso, como esos que surgen en las tragedias y piden silencio y el puño en alto… En verdad lo entiendo. Pero mi generación es hoy la que supuestamente debe estar atenta al destino del país que habremos de heredar, obviedad de por medio, un nuevo mundo a nuestros hijos. Hace un par de semanas les escribí en este espacio una carta, el mayor me dijo que no le importa ni la política ni las elecciones. No es tema de juventudes, me dice, solo de algunos y a ver nuestro escenario lo creo. Ver a un candidato [Carlos Odriozola] a ocupar un puesto para el poder judicial que hace campaña desde una aplicación de citas en internet [Tinder], es demasiado risible… “ves, papá” … “Cómo crees que alguien de mi edad, que no tenga intereses, puede motivarse por las elecciones de ningún tipo”. Supongo que al estratega de comunicación se le hizo una gran idea… y es una gran idea porque de llegar este
personaje al puesto público que busca, habremos confirmado que la ridiculez es el sello de la modernidad mexicana.