La transformación política global reciente refleja una marcada evolución en las relaciones internacionales, donde convergen revoluciones tecnológicas, conflictos armados persistentes y un resurgimiento del realismo político como paradigma dominante. El mundo del siglo XXI, lejos de la prometida utopía liberal del “fin de la historia”, se caracteriza por una competencia descarnada entre potencias que instrumentalizan tanto los avances tecnológicos como la fuerza militar para consolidar sus posiciones de poder. La revolución digital ha reconfigurado fundamentalmente las bases materiales del poder global. Los estados que dominan tecnologías críticas como inteligencia artificial, computación cuántica y biotecnología adquieren ventajas estratégicas determinantes.

Esta realidad ha provocado una militarización acelerada del desarrollo tecnológico, evidenciada en el gasto militar mundial que superó los 2,2 billones de dólares en 2022, cifra sin precedentes desde la Guerra Fría. Los sistemas autónomos de armamento, como el masivo despliegue de drones en Ucrania, han democratizado la capacidad destructiva y alterado los cálculos estratégicos tradicionales, permitiendo que equipamiento de bajo costo neutralice armamento valorado en millones. Simultáneamente, la tecnología ha potenciado las capacidades de vigilancia estatal hasta niveles antes inimaginables. China ha desplegado más de 600 millones de cámaras conectadas a sistemas de reconocimiento facial e inteligencia artificial, creando un panóptico digital que difumina la línea entre seguridad y control social. Así, la guerra cibernética emerge como dimensión crítica del conflicto moderno. Ataques como los dirigidos al oleoducto Colonial Pipeline (2021) y a la empresa SolarWinds (2020) demostraron cómo actores estatales pueden paralizar

infraestructuras críticas sin disparar una sola bala. Este “belicismo digital” opera en una zona gris donde la atribución es compleja y las respuestas convencionales resultan inadecuadas.

Por otra parte, la invasión rusa de Ucrania marcó un punto de inflexión que derrumbó ilusiones sobre el fin de las guerras territoriales en Europa. Este conflicto, prolongado desde 2022, ha desplazado a millones y reactivado dinámicas de bloques reminiscentes de la Guerra Fría. La expansión de la OTAN hacia el este, interpretada por Moscú como amenaza existencial, y la respuesta occidental coordinada mediante sanciones económicas y apoyo militar a Ucrania, evidencian el retorno a políticas de contención propias del realismo clásico. Frente al aparente fracaso del idealismo liberal para prevenir conflictos y gestionar crisis globales, el realismo político ha recuperado protagonismo como marco interpretativo. Esta escuela de pensamiento, con raíces en Tucídides y Maquiavelo, y articulada en el siglo XX por figuras como Hans Morgenthau y Kenneth Waltz, parte de premisas incómodas: la naturaleza anárquica del sistema internacional, la primacía del interés nacional y la centralidad del poder como factor determinante en las relaciones entre estados.

Asimismo, John Mearsheimer, exponente contemporáneo del realismo ofensivo, advertía desde principios de siglo sobre la inevitabilidad del conflicto entre Estados Unidos y China. Su tesis, inicialmente descartada como pesimista, ha ganado credibilidad ante la escalada de tensiones bilateral. La guerra comercial iniciada en 2018, con aranceles a productos chinos por valor de 550.000 millones de dólares, y la batalla por el dominio tecnológico en semiconductores avanzados y redes 5G confirman la transición hacia una lógica de suma cero en las relaciones internacionales. Las restricciones impuestas por Washington en 2023 a la exportación de chips avanzados hacia China, justificadas como imperativo de seguridad nacional, y la contrarrespuesta china limitando la exportación de tierras raras, materiales críticos para la fabricación de tecnología de punta, ejemplifican

cómo la interdependencia económica se ha convertido en vulnerabilidad estratégica. Estos movimientos reflejan perfectamente la lógica realista: en un sistema anárquico, los estados maximizan su poder relativo y minimizan sus dependencias externas para garantizar su supervivencia.

Vale la pena recordar que el multilateralismo institucional, pilar del orden liberal posterior a 1945, muestra claros signos de agotamiento. El Consejo de Seguridad de la ONU ha quedado paralizado por vetos cruzados de sus miembros permanentes en crisis como Siria y Ucrania. La desconfianza hacia instituciones supranacionales se manifiesta en fenómenos como el Brexit y el auge de movimientos nacionalistas que reivindican la soberanía frente a compromisos multilaterales. Sin embargo, el realismo contemporáneo enfrenta limitaciones significativas. Su enfoque estadocéntrico subestima actores no estatales como corporaciones tecnológicas transnacionales, que acumulan recursos superiores a muchos estados. Meta, Alphabet o Amazon poseen capacidades de vigilancia, control informativo y recursos financieros que rivalizan con potencias medias, complicando el análisis puramente estatal del poder global.

Además, el realismo tradicional no ofrece respuestas adecuadas a amenazas transnacionales como el cambio climático o pandemias, que trascienden fronteras y exigen cooperación internacional. La resistencia ucraniana frente a la invasión rusa, sostenida no solo por apoyo material sino por factores identitarios y morales, evidencia las limitaciones de un análisis puramente materialista del poder en el contexto geopolítico actual. El resurgimiento realista refleja el fracaso parcial de las instituciones multilaterales para gestionar conflictos contemporáneos. La arquitectura de gobernanza global, diseñada para un mundo emergente de la Segunda Guerra Mundial, muestra inadecuación estructural ante los desafíos del siglo XXI. El derecho de veto en el Consejo de Seguridad, anacrónico privilegio de

los vencedores de 1945, ha devenido en mecanismo paralizante que socava la legitimidad del sistema internacional.

No perdamos de vista que las sanciones económicas, instrumento preferente de la política exterior occidental, han demostrado eficacia limitada y consecuencias contraproducentes. Las restricciones impuestas a Rusia tras la invasión de Ucrania han acelerado su pivote hacia Asia, fortaleciendo vínculos con China e India. El rublo, tras una caída inicial, se estabilizó mientras la inflación europea alcanzaba máximos históricos del 10% en 2022, evidenciando los límites del poder coercitivo económico en un mundo multipolar cada vez más complejo.

El realismo político, pese a su resurgimiento, presenta limitaciones como marco interpretativo en el mundo actual. Su énfasis en el poder material subestima factores identitarios y normativos que moldean comportamientos estatales. La intervención estadounidense en Irak (2003), criticada por realistas como Mearsheimer por su imprudencia estratégica, demuestra cómo consideraciones ideológicas pueden prevalecer sobre cálculos racionales de poder en la política internacional. Las ideologías pues, están y estarán siempre por encima de las relaciones diplomáticas.

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