Durante las últimas semanas he percibido cómo aumenta la preocupación de una parte de la sociedad que comienza a temer cada vez más a los bancos, al control digital, a la desaparición del dinero en papel, al propio gobierno… No los culpo. Tampoco soy partícipe de esa forma de control que se vende como mera conveniencia a través de nuestros teléfonos móviles. Ya estamos suficientemente controlados como para ceder también nuestra libertad económica de forma radical so pretexto del futuro incuestionable de la tecnología. Lo que impera es la promesa del gobierno de un mundo mejor, feliz e inclusivo, no lo creo.
Hace un par de días vi la película The Outlaw Josey Wales, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, y me hizo pensar en términos políticos sobre nuestro presente. Rescato el siguiente diálogo: «es triste que los gobiernos sean siempre dirigidos por los de lengua bífida. Hay firmeza en tu palabra de muerte para que todos los comanche la vean. Y así también hay firmeza en tu palabra de vida. Ningún papel firmado puede contener esa firmeza; debe venir de los hombres. La palabra de Diez Osos lleva la misma firmeza de vida y de muerte. Es bueno que guerreros como nosotros se encuentren en la lucha de la vida… o de la muerte. Será vida». Así, desde la poética de la película, reparamos en las dobles intenciones de la clase política y empresarial unida; solo ellos conocen realmente nuestro destino, ese que cedemos desde la aparente democracia, ya de por sí fragmentada. Palabras que significan otras cosas, nunca lo que enuncian.
Continuando con el análisis de la aplicación de la Inteligencia Artificial Generativa [IAG] y su utilización en las redes sociales, partimos de la idea de que cuando todo está permitido porque «el líder también lo hace» [hablo específicamente aquí de Donald Trump], la ética se disuelve en estética y la estética, a su vez, se disuelve en «viralidad». Queda solo el flujo ininterrumpido de imágenes, memes, deepfakes, mensajes de x, reels: un océano de significantes sin anclaje en el que la masa nada feliz, creyéndose libre, mientras el líder político surfea la ola que él mismo ayudó a crear. Juega con todos a partir de su propia necesidad de divertimento.
La conversión de la política en un juego perpetuo donde la manipulación del mandatario [al menos hoy en día] no es un accidente ni un simple descuido ético, sino una estrategia deliberada de captura. La pregunta ya no es si el líder puede mentir impunemente con herramientas de inteligencia artificial, sino por qué esa mentira funciona como invitación al juego, como apertura de una cancha donde la masa es simultáneamente jugadora y espectadora, participante y público, cómplice y víctima.
Ahora bien, revisando la literatura de pensadores de izquierda como el estadounidense Michael Parenti [después de todo estamos en el momento de ese movimiento político], recupero lo que él llamó «democracia para unos pocos»: una estructura política que mantiene las formas procedimentales de la representación mientras concentra el poder real en élites económicas. ¿Y qué es esto? Veamos: Parenti argumenta que los Padres Fundadores de los Estados Unidos se preguntaron cómo mantener la forma y la apariencia de un gobierno popular con el mínimo posible de sustancia. Esta observación cobra una dimensión profética en la era de las redes sociales y la inteligencia artificial.
Por otra parte, lo que Parenti identificaba como el vacío de la democracia representativa se ha transformado en algo cualitativamente distinto: ya no es que la democracia sea una simple fachada tras la cual opera el poder real, sino que la propia fachada se ha convertido en el juego, y ese juego ha absorbido toda la energía política y crítica de la masa. Usar IAG sin restricción ética no es, como podría parecer
superficialmente, un síntoma de decadencia moral o de nihilismo posmoderno. Es, más bien, la apertura deliberada de un espacio lúdico donde las reglas tradicionales quedan suspendidas.
Cuando Donald Trump genera imágenes de sí mismo como héroe bíblico, cuando Elon Musk fabrica narrativas visuales de superioridad tecnológica, no están simplemente mintiendo. Están invitando a la masa a entrar en un juego donde la verdad factual es una pieza más del tablero, no su fundamento. Y la masa, lejos de rechazar esta invitación, la acepta con entusiasmo porque el juego ofrece algo que la política y la comunicación política tradicional ya no pueden proporcionar: la sensación de participación sin las exigencias de la responsabilidad, la emoción del conflicto sin el riesgo de la derrota real, la pertenencia tribal sin los compromisos de la ciudadanía; la espectacularidad en sí.
A partir de las redes sociales y ahora conjugadas con las IAG, la política se ha convertido en un flujo continuo de estímulos que exigen respuestas inmediatas, donde la reflexión es un lujo que nadie puede permitirse sin quedar rezagado. La masa no tiene tiempo de verificar, de contrastar, de deliberar. Asimismo, la velocidad de producción de contenido supera exponencialmente la capacidad humana de procesamiento crítico. Y en esa brecha entre producción y procesamiento se instala el juego. Como advirtió Paul Virilio, la velocidad de las transmisiones reduce el mundo a proporciones ínfimas, mientras la rapidez reemplaza la uniformización de las opiniones por la uniformización de las emociones. Esta es la clave: el juego político contemporáneo no busca homogeneizar lo que la gente piensa, sino lo que siente. No importa si la mitad de la población adora al líder y la otra mitad lo detesta; lo crucial es que ambas mitades están atrapadas en el mismo circuito emocional, jugando el mismo juego, aunque desde posiciones aparentemente opuestas. La velocidad garantiza que no haya tiempo para salir del tablero, para cuestionar las reglas mismas del juego.
Por consiguiente, podemos decir que la IAG no es simplemente una herramienta más que el poder puede utilizar; es la manifestación más avanzada de lo que Jacques Ellul llamaba «el sistema técnico»: una realidad que se reproduce y expande siguiendo su propia lógica, independientemente de las intenciones humanas que la originaron. El libertinaje e invitación del mandatario al usar IAG sin restricciones no es, desde esta perspectiva, una decisión personal o un rasgo de carácter. Es la expresión política de un imperativo técnico más profundo: la técnica debe usarse porque puede usarse. Ellul señalaba que los principales avances tecnológicos no son el resultado del trabajo de unos cuantos genios aislados, sino que la totalidad de individuos de la sociedad constituye estos progresos por medio de una infinidad de pequeños aportes diarios que cada uno realiza en sus respectivas ocupaciones.
Aplicado a nuestro análisis, esto significa que cuando la masa participa en la creación de memes, deepfakes y manipulaciones visuales del líder, no está simplemente ejerciendo creatividad individual; está contribuyendo colectivamente al perfeccionamiento del sistema técnico mismo, lo cual es corroborable con datos. El juego, entonces, no es un mero epifenómeno cultural. Es la forma que adopta la integración del ser humano en el sistema técnico. De manera análoga, podríamos decir que el juego político-tecnológico contemporáneo no puede funcionar sin usuarios educados, competentes en el manejo de herramientas digitales, capaces de producir contenido sofisticado.
Notemos que los más vulnerables a este juego no son los ignorantes tecnológicos, sino precisamente aquellos que se consideran competentes, que creen poder «jugar el juego» desde una posición de control irónico o distancia crítica. El juego es precisamente esa abdicación disfrazada de participación. Cuando la masa dedica horas a crear, compartir y consumir contenido manipulado sobre el líder [sea a favor o en contra], está abdicando de las formas más lentas, más difíciles y genuinas de acción política: la organización colectiva, la construcción de alternativas institucionales, la educación política de largo plazo. Se absorbe toda la energía que podría canalizarse hacia transformaciones reales.
Así, el juego político contemporáneo es la forma más sofisticada de propaganda de integración jamás diseñada. No busca convencerte de una ideología [en lo personal México no es un país de ideologías de raíz sino de necesidades que encuentran en una ideología un nombre para dar la batalla] específica; busca integrarte, convertirte en jugador perpetuo. Éste no debilita a la masa mediante represión directa, sino mediante participación compulsiva. La masa se siente políticamente activa porque está constantemente reaccionando, comentando, tomando posición. Pero esta hiperactividad es fundamentalmente reactiva y, por tanto, controlada por quien define los términos de la reacción.
El líder que genera la imagen provocadora ya ha ganado cuando la masa dedica su energía a responderle, porque ha logrado definir el territorio del debate, los términos del juego. No importa si respondes a favor o en contra; lo que importa es que respondas, que juegues. Esta forma de propaganda de integración es particularmente efectiva porque se disfraza de libertad individual. Reitero, nadie te obliga a crear memes de Trump, a compartir deepfakes de Musk, a participar en el circo perpetuo. Tú eliges hacerlo, ejerciendo aparentemente tu autonomía creativa. Pero esta autonomía está completamente capturada por el juego: es libertad dentro de los límites establecidos por el sistema técnico. Como decía Ellul, la propaganda moderna no busca cambiar la adherencia a una doctrina, sino hacer que el individuo se aferre irracionalmente a un proceso de acción, provocar acción más que modificar ideas. El juego genera precisamente eso: acción perpetua sin reflexión, movimiento sin dirección, energía sin transformación.
Por otra parte, la consecuencia más devastadora del juego es lo que podríamos llamar la tribalización total del espacio político. Paul Virilio advirtió sobre la uniformización de las emociones que reemplaza la uniformización de las opiniones.
En el juego político contemporáneo, esta uniformización emocional adopta una forma paradójica: extrema polarización en el contenido de las emociones, pero perfecta homogeneidad en su estructura. Pero estas tribus, a pesar de odiarse mutuamente, están jugando exactamente el mismo juego. Ambos bandos dedican su energía a reforzar su identidad tribal mediante la oposición a la otra tribu. Ambos producen contenido viral que alimenta el algoritmo. Ambos convierten la política en una competencia deportiva donde lo importante no es la implementación de políticas concretas, sino la victoria simbólica sobre el enemigo.
La democracia, en su sentido más profundo, requiere una cierta temporalidad: tiempo para deliberar, tiempo para que las ideas se desarrollen y se critiquen, tiempo para que emerjan consensos o al menos compromisos viables. El juego político contemporáneo opera en un presente perpetuo. Cada escándalo borra el anterior, cada provocación hace irrelevante la conversación de ayer. La masa está condenada a un eterno ahora donde la memoria colectiva se desvanece y el futuro como proyecto político se vuelve impensable. Solo existe el siguiente movimiento en el juego, la siguiente reacción, el siguiente contenido viral.
Esta destrucción de la temporalidad democrática tiene consecuencias devastadoras para la responsabilidad política. Cuando todo es urgente, nada es importante. Cuando cada día trae un nuevo escándalo, ningún escándalo tiene consecuencias duraderas. El líder que ayer generó un deepfake escandaloso queda impune porque hoy hay un nuevo escándalo que absorbe toda la atención. La masa tiene una memoria de corto plazo forzada por la velocidad del juego.

