Durante siglos, las figuras de poder existieron en una esfera separada de la experiencia cotidiana. Los reyes, los magnates industriales, los líderes políticos habitaban un espacio físico y simbólico inaccesible para la masa. Esta distancia no era meramente geográfica; era ontológica. Constituía lo que podríamos denominar, siguiendo a Walter Benjamin, el “aura” del poder: aquella cualidad única e irrepetible que emanaba de la lejanía, de la imposibilidad del contacto directo. Sin embargo, las redes sociales han ejecutado una demolición sistemática de esta arquitectura simbólica, creando lo que denominaremos la ilusión de proximidad: un fenómeno psicosocial donde la distancia real entre la masa y las figuras de poder se mantiene intacta, mientras que la distancia percibida se desvanece hasta el punto de generar una sensación de intimidad y accesibilidad sin precedentes.

Elon Musk publicando en X sobre sus insomnios, sus memes, sus provocaciones cotidianas; Donald Trump publicando en Truth Social o utilizando inteligencia artificial para generar imágenes de sí mismo como superhéroe o mesías; Jeff Bezos compartiendo fotografías de sus vacaciones espaciales con la naturalidad de un influencer cualquiera. Estos actos comunicativos, aparentemente triviales, ejecutan una transformación profunda en la relación entre gobernantes y gobernados, entre élites y masas, entre el poder y sus súbditos. La barrera se ha vuelto permeable, pero no ha desaparecido; simplemente se ha tornado invisible, y en esa invisibilidad radica su mayor eficacia ideológica.

Así pues, las redes sociales no sólo acortan la distancia; también delegan en la masa la tarea de producir el relato del poder, el relato en sí mismo. Cuando miles de cuentas anónimas generan memes de Trump montado en un tanque con gafas de sol, o de Musk como emperador galáctico, no están simplemente rindiendo pleitesía: están participando activamente en la construcción del mito. El líder ya no necesita una corte de artistas oficiales; la corte entera es la masa misma, hiperactivada y equipada con MidJourney, CapCut y ElevenLabs.

Las redes sociales operan bajo una premisa fundamental: todos los usuarios son, en principio, iguales ante la plataforma. Una publicación de X de Elon Musk y el de un trabajador de fábrica comparten el mismo formato, los mismos 280 caracteres, la misma estética visual. Esta equiparación formal genera una ilusión de equiparación sustantiva. Cuando Musk responde a un usuario anónimo, cuando Trump comparte un meme creado por un seguidor, se produce un momento de ruptura simbólica que la masa interpreta como la disolución temporal de las jerarquías sociales. Por tanto, esta ilusión de proximidad no es accidental. Es un artefacto cuidadosamente administrado. Musk, Trump, Nayib Bukele, Javier Milei y decenas de líderes o aspirantes a líderes han comprendido que la autoridad ya no se legitima desde la lejanía hierática [el rey tocado por Dios, el estadista rodeado de vítores], sino desde la aparente inmediatez del “yo soy como ustedes”. La masa, que durante siglos sólo podía contemplar al soberano desde abajo, ahora puede recibir un “like” suyo. Y ese “like” funciona como una especie de comunión laica: un trozo del cuerpo del dios distribuido digitalmente.

Esta experiencia es profundamente seductora porque satisface una fantasía democrática ancestral: la posibilidad de interpelar directamente al soberano, de que el poderoso escuche la voz del común. En las monarquías absolutas existían las audiencias reales, momentos ritualizados donde el rey concedía su atención a súbditos selectos. Las redes sociales han convertido este ritual excepcional en una posibilidad cotidiana y masiva, aunque la probabilidad real de ser escuchado permanezca infinitesimalmente pequeña. La diferencia crucial es que ahora todos sienten que podrían ser elegidos, que están a una mención, un comentario o un retuit de distancia del poder.

Podemos decir que esta ilusión se refuerza mediante lo que podríamos llamar el efecto de autenticidad del espectáculo. Las figuras de poder en redes sociales cultivan cuidadosamente una imagen de espontaneidad, de transparencia no mediada. Musk presenta sus publicaciones como pensamientos en tiempo real, impulsos no filtrados que supuestamente revelan su “verdadero yo”. Esta estética de la autenticidad contrasta radicalmente con la comunicación política tradicional, filtrada por asesores, departamentos de relaciones públicas y estrategias de imagen meticulosamente calculadas.

Sin embargo, esta autenticidad es, en sí misma, una construcción estratégica. Como argumentaría Erving Goffman, toda interacción social implica una presentación del yo, una actuación. La diferencia es que las redes sociales han desarrollado una estética que disimula precisamente ese carácter espectacular. La espontaneidad calculada, la vulnerabilidad estratégica, la provocación medida: todo ello constituye una forma sofisticada de gestión de la imagen que se disfraza como ausencia de gestión.

Debemos mencionar que la emergencia de la Inteligencia Artificial Generativa ha añadido una dimensión completamente nueva a esta dinámica. Herramientas de la IAG como Midjourney, DALL-E, Stable Diffusion o los generadores de deepfakes permiten que cualquier usuario con acceso a internet produzca contenido visual de una sofisticación que hace apenas cinco años requería equipos profesionales y presupuestos considerables. Esta democratización tecnológica de la producción simbólica ha generado un fenómeno fascinante: la masa no solo consume las imágenes del poder, sino que las produce, las manipula, las subvierte y las multiplica.

Asimismo, la Inteligencia Artificial Generativa democratiza la mentira al mismo ritmo que democratiza la creatividad. Y esa democratización produce un efecto paradójico: cuando el líder usa abiertamente la herramienta sin ningún tipo de restricción moral. Si el hombre más poderoso del mundo [o el segundo, según la lista de Forbes del día] puede generar una imagen de Kamala Harris en una orgía satánica y difundirla sin consecuencia alguna, entonces ¿por qué un ciudadano común habría de sentirse limitado por consideraciones éticas menores? Se rompe así el monopolio moral del poder. Durante siglos, el soberano podía mentir, pero su mentira estaba envuelta en rituales de legitimación [la propaganda de Estado, los discursos oficiales, los periódicos controlados]. Hoy la mentira es cruda, inmediata, carnavalesca. Y al volverse carnavalesca, se vuelve permisiva. La masa aprende que la verdad ya no es una categoría moral, sino una elección estética: “esto queda mejor”, “esto da más engagement”, etc.

Cuando Donald Trump utiliza imágenes generadas por IA mostrándolo como un líder heroico, rodeado de símbolos religiosos o representado en contextos grandilocuentes, no solo está ejerciendo propaganda política tradicional. Está legitimando y normalizando el uso de estas herramientas para la construcción de narrativas ficticias presentadas como reales o cuasi-reales. Y la masa, observando que sus líderes emplean estas tecnologías sin aparente restricción ética, concluye que ella también está autorizada, implícitamente invitada, a hacer lo mismo. Esta es la esencia de lo que denominaremos el efecto de permisibilidad por imitación. Si el presidente de Estados Unidos puede generar y difundir imágenes falsas o manipuladas de sí mismo, ¿qué restricción moral existe para que un ciudadano común haga lo mismo con cualquier figura pública, con cualquier narrativa, con cualquier representación de la realidad? La ética del uso no desaparece por decreto;se erosiona por normalización, por el ejemplo continuo de quienes ostentan autoridad simbólica y política.

La célebre frase de Dostoievski, “Si Dios ha muerto, todo está permitido”, captura la ansiedad existencial y moral de la modernidad ante la pérdida de fundamentos trascendentes para la ética contemporánea. En ausencia de un orden divino que legitime y sancione las normas morales, el ser humano enfrenta el vértigo de su propia libertad absoluta y la ausencia de criterios últimos para distinguir lo correcto de lo incorrecto. La era de la inteligencia artificial generativa democratizada presenta un paralelo inquietante. Podríamos reformular de forma muy pedestre: “Si la IA es de la masa, todo está permitido”. Cuando las herramientas de manipulación de la realidad están disponibles para cualquiera, cuando los líderes políticos y las figuras de poder las utilizan sin aparentes consecuencias, cuando la frontera entre lo real y lo fabricado se vuelve indistinguible para el observador promedio, se produce una crisis de legitimidad de las restricciones éticas tradicionales.

Esta crisis no es solamente tecnológica; es profundamente filosófica. La verdad, ese valor fundacional de la Ilustración y de las democracias liberales, pierde su estatus privilegiado cuando cualquiera puede fabricar evidencias visuales convincentes de prácticamente cualquier escenario imaginable. La confianza, ese pegamento social que mantiene cohesionadas las comunidades, se erosiona cuando no existe certeza sobre la autenticidad de ningún documento, ninguna imagen, ninguna grabación.

El problema se agrava cuando son precisamente las figuras de autoridad quienes participan activamente en esta disolución de la verdad factual. La masa observa y aprende. Si los poderosos pueden mentir, manipular, fabricar realidades alternativas sin consecuencias significativas, entonces la prohibición moral de hacer lo mismo pierde su fuerza vinculante. No es que las personas no sepan que está mal crear deepfakes de sus vecinos, fabricar evidencias falsas o difundir desinformación; es que la arquitectura moral que sostenía esas prohibiciones se ha debilitado hasta el punto del colapso.

Existe una paradoja profunda en el corazón de este fenómeno. Por un lado, las redes sociales y la IA generativa han democratizado capacidades que antes estaban reservadas a élites con recursos: la capacidad de comunicarse masivamente, de producir contenido audiovisual sofisticado, de intervenir en el debate público, de crear narrativas que compiten con las narrativas oficiales. Esta democratización podría leerse, desde una perspectiva optimista, como una forma de emancipación, una redistribución del poder simbólico que erosiona el monopolio que las élites tradicionalmente han ejercido sobre la producción y circulación de significados.

Sin embargo, desde una perspectiva crítica inspirada en la Escuela de Frankfurt, particularmente en el concepto de “razón instrumental” de Max Horkheimer y Theodor Adorno, podemos argumentar que esta aparente democratización constituye, en realidad, una nueva y más sofisticada forma de dominación. La ilusión de proximidad al poder no altera las estructuras reales de poder; simplemente las vuelve más tolerables, más difíciles de identificar y resistir.

En términos teológicos, lo que estamos presenciando es el nacimiento de una teología negativa del poder. El líder ya no encarna la trascendencia [como el rey de derecho divino]; encarna la inmanencia absoluta. Es un dios que se hace carne todos los días en 280 caracteres, que sangra en directo cuando lo critican, que resucita cada vez que tuitea después de haber sido “cancelado”. Y la masa, al participar en esa encarnación permanente, se convierte en co-autora de la divinidad.

Pero una divinidad inmanente es una divinidad aterradora, porque ya no hay distancia desde la cual juzgarla. Cuando todo está permitido porque “el líder también lo hace”, la ética se disuelve en estética y la estética se disuelve en viralidad. Queda sólo el flujo ininterrumpido de imágenes, memes, deepfakes, tuits, reels: un océano de significantes sin anclaje en el que la masa nada feliz, creyéndose libre, mientras el líder surfea la ola que él mismo ayudó a crear.

Las redes sociales, desde esta perspectiva, funcionan como una válvula de escape, un espacio donde las frustraciones pueden expresarse, donde se simula la participación democrática, mientras que el poder real permanece tan concentrado como siempre, quizás más. Es lo que podríamos llamar participación simulada a partir de la Inteligencia Artificial Generativa: una actividad que se siente como ejercicio de poder pero que es fundamentalmente decorativa, sin capacidad real de alterar las estructuras fundamentales.

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