I.
La muerte del Papa Francisco no solo marca el fin de un pontificado transformador para la Iglesia Católica, sino que precipita una reflexión sobre el papel de la fe cuando la tecnología redefine lo humano. Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa latinoamericano, jesuita y defensor de los marginados, dejó un legado de inclusión y crítica al capitalismo. Su partida, en un momento de polarización global, plantea preguntas urgentes sobre el futuro de las religiones en una era de disrupción tecnológica, fragmentación social y búsqueda espiritual renovada. Tras un pontificado de 12 años, su partida desencadena un período de luto para los 1.4 mil millones de católicos, pero también un momento de incertidumbre para la Iglesia, que debe elegir a un nuevo líder en un escenario de obligadas renovaciones espirituales e intelectuales.
El cónclave que se avecina [y recemos porque no sea tan woke como la película del mismo título], previsto para iniciarse dentro de 15 a 20 días, será un termómetro de las tensiones internas entre los sectores progresistas y los conservadores, que buscan un retorno a la ortodoxia doctrinal. La diversidad de los cardenales nombrados por Francisco, muchos de regiones no europeas, podría inclinar la balanza hacia un líder que continúe su enfoque global y pastoral, pero las alianzas en el Vaticano son impredecibles.
Hoy, podemos decir sin miedo a equivocarnos, que el cristianismo, que durante siglos moldeó la cosmovisión occidental, enfrenta un desafío existencial en el siglo XXI. La tecnología ha usurpado funciones que antes eran exclusivas de la religión: la biotecnología promete extender la vida, la inteligencia artificial simula la omnisciencia, y las redes sociales ofrecen una ilusión de omnipresencia; y vale aclarar que hablo aquí del mundo urbano, el espacio rural en muchos casos existe en condiciones precarias fuera de un canon reconocible para el futurismo en el cual se pretende encorsetarnos, y para quiénes Dios o sus Dioses aún rigen su mapa y territorio existencial. Pero de regreso al espacio urbano, las instituciones religiosas han perdido su monopolio sobre lo trascendente. ¿Qué valor tiene la promesa de un paraíso celestial cuando el transhumanismo plantea una longevidad indefinida? ¿Qué significa la comunión espiritual cuando las experiencias místicas pueden ser inducidas por algoritmos?
Por otra parte, la Iglesia Católica, bajo Francisco, intentó adaptarse a esta realidad absoluta de mundos compuestos. Su apertura hacia la comunidad LGBTQ, su énfasis en la misericordia sobre el dogma y su uso de plataformas digitales para conectar con los fieles reflejan un esfuerzo por dialogar con la modernidad. Sin embargo, estas reformas generaron resistencias internas, como las del cardenal conservador Raymond Burke, que no lograron detener la secularización en Occidente.
II.
Vivimos tiempos de incertidumbre sistémica donde las instituciones tradicionales se tambalean [o se transforman ad hoc] frente a crisis superpuestas. La pandemia, las guerras híbridas y la disrupción tecnológica han revelado la fragilidad de nuestros sistemas. En este contexto, las religiones ya no pueden ofrecer certezas absolutas [aunque absolutistas las más] en un mundo que ha descubierto la complejidad irreducible de la existencia. El caos informativo, amplificado por la desinformación algorítmica, ha erosionado el consenso social sobre la verdad misma. La religión, tradicionalmente garante de la verdad revelada, se encuentra ahora compitiendo en un mercado fragmentado de narrativas. Las comunidades digitales, con sus propias liturgias y mitologías, ofrecen pertenencia. Este nuevo tribalismo crea burbujas que dificultan el diálogo interreligioso e intercultural que el papa Francisco promovió incansablemente. Hoy, la teología contemporánea debe confrontar esta paradoja: si Dios opera a través de leyes naturales que estamos alterando irreversiblemente, ¿cómo entender lo divino? Contrario a las predicciones de una secularización inevitable, el siglo XXI ha visto el resurgimiento de la espiritualidad, aunque transformada. No estamos ante la muerte de Dios, sino ante su metamorfosis en formas híbridas. Las religiones enfrentan una disyuntiva: aferrarse a dogmas desconectados de la realidad, modernizarse hasta perder su esencia, o reformular lo trascendente para una era post-humana.
En última instancia, el destino de la fe en el siglo XXI no dependerá de la resistencia al cambio tecnológico, sino de la capacidad de las religiones para responder a preguntas que la tecnología no puede resolver: no cómo vivir eternamente, sino por qué vale la pena vivir; no cómo controlar el mundo, sino cómo habitarlo éticamente; no cómo escapar de nuestra condición humana, sino cómo abrazarla con todas sus contradicciones y posibilidades. El verdadero papel de Dios en este siglo quizás sea recordarnos nuestra humanidad esencial en tiempos que nos invitan constantemente a trascenderla artificialmente.
Considero al Papa Francisco como el primer Papa auténticamente tecnológico del siglo XXI, un visionario que transformó las plataformas digitales en herramientas de evangelización, llevando el mensaje de la Iglesia a un mundo hiperconectado con una inmediatez. Sin embargo, aunque Francisco abrió la puerta, la Iglesia Católica no ha capitalizado plenamente esta revolución tecnológica para fortalecer su conexión con un mundo cada vez más fragmentado. Ser el Papa tecnológico significó para Francisco demostrar que la fe puede florecer en los espacios virtuales, pero su legado deja un desafío claro: la Iglesia debe profundizar esta transformación digital, no solo para competir en el mercado de las ideas, sino para reavivar la espiritualidad cristiana porque poco a poco no sólo pierden la batalla con el ateísmo de la época sino que el Islam, por ejemplo, va ganando en su cruzada por conquistar escenarios otrora cristianos, mientras que el judaísmo lucha por revalidarse de cara a la tragedia constante.