«Quienes pueden hacerte creer absurdos, pueden hacerte cometer atrocidades», advirtió Voltaire. Elijo abrir con esta frase del filósofo francés, autor de Cándido o el optimismo, porque captura perfectamente el peligro de los dogmas religiosos que distorsionan la realidad. En su obra maestra, Voltaire ridiculiza el optimismo filosófico de Leibniz —representado por el absurdo doctor Pangloss—, según el cual vivimos en «el mejor de los mundos posibles» y todo mal tiene un propósito divino superior. Cándido, educado en esa doctrina, sufre una cadena interminable de horrores (guerras, terremotos, inquisiciones, esclavitud) mientras repite como un mantra que «todo es para bien». Sin embargo, la realidad lo desmiente una y otra vez, exponiendo esa resignación fatalista como una excusa cobarde para no cuestionar el sufrimiento humano.

Así, quienes crecimos bajo la educación católica conocemos bien esa trampa: aceptar los «designios divinos» sin rechistar, cargando con la culpa como una herramienta de control que nos persigue incluso en la adultez. La doctrina promete virtud, pero en la práctica genera pasividad ante la injusticia y justifica atrocidades en nombre de Dios. No obstante, reconozco que la religión ha sido parte fundamental de la humanidad (un pilar cultural e histórico), pero solo si la limitamos a eso: una experiencia colectiva del pasado, no un fundamento absoluto que derive en locura, estupidez y violencia. Esto es: la religión como historia de la humanidad y no como bastión del fanatismo.

Por otra parte, las mayores hipocresías que he presenciado en el ser humano han florecido precisamente bajo el manto de la religión, al menos en mi experiencia. Las escrituras prescriben una cosa; el cura o el predicador las interpreta a su modo; y el fiel, finalmente, las adapta a su conveniencia personal. Al fin y al cabo, cualquier dios termina siendo «humano», moldeado por nuestra soberbia: lo hacemos a nuestra imagen y semejanza, no al revés. Si partiéramos de esta verdad incómoda, la religión se revelaría como lo que realmente es: un entramado de geopolítica, psicología, sociología, filosofía y economía disfrazado de verdad trascendente. Sin embargo, nos aferramos al mito de la deidad hasta convertirlo en una verdad absoluta, negándonos a ver su origen terrenal.

Entiendo que nuestra historia entera está empapada en tragedia y violencia impulsada por la fe: cruzadas, inquisiciones, guerras santas, genocidios justificados por dogmas. Es un hecho irrefutable. Creer en absurdos divinos no solo nos embrutece; nos habilita para cometer las peores atrocidades, tal como Voltaire advirtió. Solo despojando a la religión de su pretensión de verdad eterna podremos mirarla con ojos críticos: como un capítulo de nuestra especie, no como guía infalible de virtud de cara a la gente.

Desde hace años sostengo una tesis que me permite intentar descifrar algunos fenómenos culturales, políticos y sociales contemporáneos: la «muerte del diablo». Si la «muerte de Dios» (anunciada por Nietzsche y explorada en las sombras de Dostoievski) significó la pérdida del garante de valores absolutos (verdad, bien, mal) y el consecuente vacío existencial, yo argumento que, incluso tras esa caída, el Diablo persistía como último tabú: el miedo al infierno, la vergüenza que aún frenaba la degeneración absoluta del comportamiento humano.

Hoy, sin embargo, el Diablo también ha muerto. Ya no queda ni siquiera el temor a la condenación eterna que limitaba nuestras bajezas. Perder a Dios derrumbó los grandes sistemas morales; perder al Diablo elimina las últimas barreras, dejando vía libre a una desvergüenza total al genocidio espectacular y la violación a ultranza de nuestra raza. La sociedad no solo se degenera: la religión misma se corrompe sin contrapeso divino, convertida en mera excusa para el poder y la violencia. Basta ver los ejemplos más crudos: soy cristiano y asesino, me enriquezco y abuso, en nombre de Dios; soy judío, del «pueblo elegido», y mato o despojo en nombre de mi casta y su divinidad; profeso el islam y atento contra los infieles en nombre de Alá. El pretexto religioso es indiferente; la acción (eliminar vidas, invadir territorios, justificar odio) siempre atenta contra la paz. Llamarlo «guerra santa» es una hipocresía cobarde que oculta lo evidente: un conflicto geopolítico, económico o territorial disfrazado de mandato celestial. ¿Por qué no reconocerlo sin victimismos históricos? Toda justificación religiosa de la violencia es pedestre y falaz. Lo que falta, en el fondo, es vergüenza.

Así pues, en su dimensión espiritual más pura, la religión podría actuar como faro de paz, ética y conexión trascendente. Pero esa pureza es una ilusión rara vez alcanzada. A lo largo de la historia y en el presente, las grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islam) han sido sistemáticamente pervertidas: convertidas en herramientas de poder político, forjadoras de identidades excluyentes y legitimadoras de violencias masivas. No operan solo como fe, sino como ideologías que bendicen la dominación, la exclusión y las invasiones culturales y demográficas. Sin el Diablo que infunda vergüenza, sin un Dios que imponga límites reales, estas tradiciones se vuelven meros instrumentos de control humano, despojados de toda trascendencia y entregados a la barbarie más descarada.

En nuestra era, la percepción europea de una «invasión» islámica (una conquista suave y demográfica) alimenta los discursos de odio que se dirigen no solo contra el islam, sino también contra el cristianismo y el judaísmo. La fe en la religión está en crisis. El mantra del «infiel debe morir» resuena en los extremos, pero la realidad de la expansión islámica no es principalmente militar: proviene de países árabes a través de la conquista económica, donde los islamistas radicales sirven apenas como instrumentos visibles. En cuanto al pueblo judío, su larga historia de expulsiones (de Europa y otras regiones) no ha ayudado a su aceptación plena, alimentada por un supuesto comportamiento de sus élites que manipulan los sistemas financieros, mediáticos o políticos en beneficio propio. Aunque delicado, debe decirse: el Holocausto, tragedia incomparable, se ha convertido en herramienta retórica para disculpar o silenciar críticas a acciones posteriores del Estado israelí o de ciertos lobbies judíos. Holocaustos ha habido muchos (Armenia, Ruanda, Congo, los indígenas americanos), y cuestionar la jerarquía implícita de las víctimas no minimiza el horror judío, sino que expone cómo se instrumentaliza el sufrimiento para blindar el poder. ¿En qué reside, pues, el valor diferencial de las vidas?

El cristianismo, por su parte, llega exhausto a la modernidad: desgastado por los escándalos de abusos sexuales clericales, por su complicidad histórica y actual con el crimen organizado, y por su rol como solapador de guerras y colonialismos. Hoy se reduce a producto pop para las masas (misas espectaculares, mercadotecnia evangélica, acuerdos políticos), sin autoridad moral real. En el núcleo de estas tres religiones monoteístas late un mismo impulso: la lucha por el poder político en un momento histórico donde la tecnología disuelve progresivamente la idea misma de divinidad.

En el cristianismo, las Cruzadas (1095-1291) no fueron simples peregrinaciones piadosas, sino campañas imperialistas orquestadas por Francia e Inglaterra con el respaldo papal. Urbano II movilizó a Europa contra los «infieles» musulmanes, lo que derivó en masacres de judíos y musulmanes, cohesionando las sociedades cristianas mediante el odio al otro y fortaleciendo el poder de Roma. La Inquisición española (1478-1834) sirvió para expurgar a judíos y musulmanes, homogenizando un Estado católico y allanando el camino al colonialismo: los misioneros bendijeron la esclavitud, el exterminio de indígenas y africanos, la quema de «brujas» y la persecución de homosexuales como «salvación» divina, mientras Europa extraía una riqueza inmensa.

El judaísmo, a su vez, ha proporcionado narrativas bíblicas que legitiman la conquista y la exclusión: el Libro de Josué describe guerras ordenadas por Dios contra los cananeos idólatras, merecedores de exterminio total, forjando la identidad de «pueblo elegido» que margina al gentil. Esta narrativa sostuvo la cohesión en la diáspora, pero en contextos de poder (monarquías bíblicas o sionismo moderno) se transforma en justificación territorial. El sionismo, impulsado por Theodor Herzl desde 1896, instrumentalizó el judaísmo para reclamar una patria, culminando en 1948 con la fundación de Israel sobre tierras habitadas mayoritariamente por árabes palestinos.

Así, las narrativas religiosas de la «tierra prometida» justificaron los desplazamientos masivos y los conflictos posteriores. Todo pueblo necesita territorio para lograr arraigo, identidad y cultura; el problema no radica en quién llegó primero (judíos y palestinos comparten raíces semitas ancestrales en esa geografía), sino en cómo un discurso excluyente ha perpetuado la violencia. Aquí emerge la trampa semántica del antisemitismo: judíos, palestinos, iraníes y libaneses son semitas. Bajo esa lógica estricta, el conflicto israelí-palestino convierte a ambos bandos en «antisemitas» según el discurso del otro. Sin embargo, el término se aplica unilateralmente para blindar a Israel de críticas, generando un tabú peligroso: cuestionar las políticas israelíes o las acciones de ciertos poderes judíos equivale, para muchos, a intolerancia. Esta asimetría lingüística y moral silencia el debate legítimo y perpetúa la hipocresía.

Por otra parte, el islam, renovado en su presencia en el siglo VII con Mahoma, se expandió mediante conquistas que fusionaron la fe y la política de manera indivisible. La yihad (tanto bajo el Profeta como en los califatos posteriores, como el Omeya) integró la sharía en la gobernanza, extendiendo el dominio desde Arabia hasta España y los Balcanes. Los no musulmanes enfrentaban la conversión forzada, tributos humillantes o la muerte. El Imperio Otomano perpetuó esta lógica, usando el islam para justificar guerras contra cristianos y subyugar a minorías como los armenios y los griegos, creando una umma unificada pero inherentemente excluyente.

Así llegamos a nuestra era donde la perversión religiosa persiste con mayor crudeza. El Estado Islámico (ISIS), desde 2014, invocó el discurso de la «purificación» para cometer genocidios contra yazidíes y cristianos en Irak y Siria. Irán, tras la Revolución de 1979, erigió una teocracia chiita que oprime a las mujeres y a los disidentes mediante la policía moral (como lo demostró el asesinato de Mahsa Amini en 2022 por no llevar correctamente el velo). Recientemente, el ataque terrorista en Bondi Beach (diciembre 2025), perpetrado por un padre e hijo inspirados en ISIS durante una celebración del Hanukkah judío, dejó 15 muertos y expuso cómo el radicalismo islámico sigue mutando la espiritualidad en ideología de dominación y control, perpetuando la violencia en nombre de lo divino.

Empero, las tres religiones abrahámicas comparten un monoteísmo rígido que facilita su uso como legitimador de poder absoluto: un Dios único como fuente de autoridad justifica a los gobernantes «elegidos» y las jerarquías terrenales. En cuanto a las identidades, el cristianismo es agresivamente proselitista; el islam, expansivo por conquista y radical en su jerarquía; el judaísmo, particularista y excluyente hacia el «gentil». Estas dinámicas perpetúan la exclusión del «otro», transformando cualquier potencial espiritual en herramienta de dominación ideológica. El amor, palabra fundamental de hermandad y unión, pareciera no existir más como concepto y valor que nutre de sensibilidad a la religión.

Paradójicamente, el cristianismo, el judaísmo y el islam necesitan regresar a Dios, y repito: occidente necesita revivir a Dios e invocar al demonio, «aprobar» la presencia del Diablo: revalidar sus sistemas de valores absolutos y recobrar la vergüenza en sus acciones. Solo así recuperarían identidad y razón de ser en el siglo XXI. De no ser así, perderán seguidores y defensores. Dilapidarán lo más esencial, la fe de la humanidad y, al perderla, derivarán en partidos políticos otrora pilares de la espiritualidad de occidente y como suele ocurrir con las instituciones políticas, el ciudadano dirá que todos son iguales… y ya lo son.

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