Entre las grandes lecciones de vida que aprendí a lo largo de los años, la más importante fue a no ser patiño de nadie. Aprendí a no seguir agendas que no son relevantes en lo personal ni a repetir ideas que no pudiera validar desde la coherencia de mi pensamiento. Aprendí a escuchar y a respetar. Baruch Spinoza lo definió de la siguiente manera: “Todo el mundo es, por derecho natural absoluto, dueño de sus propios pensamientos, por lo que cualquier intento en una comunidad de obligar a los hombres a hablar solo según lo prescrito por el soberano, a pesar de sus opiniones diferentes y opuestas, estará condenado al fracaso absoluto”. De cara al escenario mundial, las palabras Spinoza se tornan interesantes porque, sobre todo, no hemos aprendido a pensar por doloroso que sea y, sobre todo, por temor al desaire de los demás.
Hoy, según mi entendimiento de la Geopolítica, la política global parece encaminarse hacia una transformación impulsada por la promesa de la democratización tecnológica, la conectividad global y el supuesto fin de las grandes ideologías, pareciera que Francis Fukuyama se adelantó a su tiempo cuando declaró el fin de la historia; pero a qué se refería el autor tan denostaron en su momento. Recuerdo que, durante la carrera de filosofía, mis profesores se burlaban del Fukuyama sólo que cometían un error básico, bastante básico cuando manejas ideas: la definición del concepto a suponer de los contextos.
Así pues, Francis Fukuyama, en su controvertida tesis del “fin de la historia”, no proclamó el cese de los eventos históricos ni la resolución de todos los conflictos [error que muchos acuñamos en su contra], sociales, sino la identificación de la democracia liberal, vinculada a economías de mercado, como el modelo político óptimo, aunque imperfecto, para las sociedades modernas.
En este marco, la “historia” se equipara a procesos de modernización y desarrollo, y la democracia liberal [y su separación de poderes] emerge como el horizonte insuperable frente a otros sistemas, incluidos los regímenes autoritarios que hoy desafían su vigencia. Según Fukuyama, un Estado democrático liberal se sostiene en tres pilares: primero, una democracia genuina que no solo permite elecciones, sino que traduce la voluntad ciudadana en políticas efectivas; segundo, una capacidad estatal robusta para hacer cumplir leyes y proveer servicios; y tercero, la sujeción de todos, incluidos los líderes, al imperio de la ley. Sin embargo, el autor no ignora las fallas de las democracias existentes, donde la corrupción, la captura institucional o la polarización evidencian brechas entre el ideal y la práctica. A título personal pienso que la “democracia” como concepto y practica es: una revolucionada forma del autoritarismo aceptado por la masa a raíz de la fe.
En un artículo reciente en “The Atlantic” (2024), Fukuyama, ahora profesor e investigador senior en Stanford, reafirma su tesis al señalar las debilidades estructurales de los regímenes, como Rusia y China. Primero, la concentración del poder en un líder o una élite reducida propicia decisiones erróneas a largo plazo, como la invasión rusa de Ucrania en 2022. Segundo, la exclusión de la participación ciudadana genera una legitimidad frágil, susceptible de colapsar ante crisis económicas o sociales, como las protestas en China contra las políticas de “COVID cero” en 2022.
Fukuyama sostiene que la democracia liberal, con su capacidad de autocorrección y pluralismo, sigue siendo el modelo más resiliente. En el contexto del roce entre izquierda y derecha, este ideal ofrece un marco para superar la polarización y construir sociedades estables, siempre que se prioricen la transparencia, la rendición de cuentas y la inclusión de voces diversas. De nuevo a título personal afirmo que las democracias liberales modernas y plurales, pueden ayudar concentrar más el poder sobre individuos bajo el velo de la participación ciudadana. Se piensa poco, por ejemplo, en Nayib Bukele como un dictador porque arribó al poder por la participación colectiva de la masa. Y desde ese romanticismo modificó las leyes en su país, para continuar en el poder… la concentración del poder de Bukele será aplaudida hasta que se torne incómoda.
II
Ahora bien, a un cuarto de siglo de iniciado, el panorama es desolador: la dicotomía izquierda-derecha, lejos de disolverse, se ha difuminado en un centro amorfo donde ambas corrientes se rozan, se contaminan y, en muchos casos, se imitan. Las agendas políticas de ambos espectros convergen en prácticas y discursos que, aunque aparentemente opuestos, responden a las mismas limitaciones estructurales del capitalismo global. Históricamente, la izquierda y la derecha se definieron por antítesis claras. La izquierda, anclada en la justicia social, la redistribución de la riqueza y los derechos colectivos se enfrentaba a una derecha que defendía el orden, la propiedad privada y el mantenimiento del statu quo. Estas distinciones, nacidas en los debates de la Revolución Francesa y consolidadas en el siglo XX, parecían inamovibles. Sin embargo, el fin de la Guerra Fría y la globalización neoliberal marcaron un punto de inflexión.
La caída del bloque soviético en 1991 y el ascenso de Washington redefinieron las prioridades políticas, obligando a ambos espectros a adaptarse a un mundo dominado por el mercado global y la interdependencia económica. Podemos decir que la izquierda abandonó progresivamente su radicalismo estructural. En Europa, la socialdemocracia, otrora defensora de la nacionalización y el Estado de bienestar, adoptó políticas de “tercera vía” bajo líderes como Tony Blair en el Reino Unido o Gerhard Schröder en Alemania, abrazando la liberalización de mercados y la flexibilización laboral. En América Latina, gobiernos de izquierda como los de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil o Michelle Bachelet en Chile pusieron en marcha políticas redistributivas, pero sin alterar las bases extractivistas y dependientes de sus economías. Por su parte, la derecha no se quedó atrás en su metamorfosis. En bastantes países, los partidos conservadores han incorporado elementos de la agenda social tradicionalmente asociada a la izquierda. En Europa, partidos de centroderecha han defendido políticas de protección social para mitigar el descontento popular, mientras que, en América Latina, gobiernos conservadores como los de Mauricio Macri en Argentina o Sebastián Piñera en Chile adoptaron programas de transferencias condicionadas, como las iniciadas por gobiernos de izquierda.
Uno de los fenómenos más notorios del siglo XXI es la apropiación cruzada de agendas que trascienden la división ideológica tradicional. Temas como el ecologismo, los derechos humanos, la igualdad de género y la soberanía nacional han dejado de ser patrimonio exclusivo de un solo espectro. La derecha populista, por ejemplo, ha recuperado discursos proteccionistas y soberanistas que antes caracterizaban a la izquierda antiimperialista. Líderes como Jair Bolsonaro en Brasil o Viktor Orban en Hungría han utilizado la retórica de la “defensa nacional” contra influencias extranjeras, un discurso que resuena con la izquierda latinoamericana de los años setenta, pero ahora adaptado a narrativas anti-globalización y anti-elitistas. Me detengo en esta parte porque, vale la pena remarcar cómo la política mexicana y me refiero a la llamada oposición no ha querido o no ha comprendido la receta para luchar en contra del actual gobierno. Lo dejo a reflexión.
Por su parte, la izquierda enfrenta sus propias contradicciones. El progresismo cultural, centrado en la defensa de derechos de género, diversidad y minorías, choca con las demandas económicas de las clases trabajadoras, que a menudo priorizan empleo y seguridad sobre cuestiones identitarias. En Europa, partidos de izquierda como Podemos en España o Syriza en Grecia han intentado articular estas tensiones, pero los resultados electorales muestran un desencanto creciente: Podemos perdió la mitad de sus escaños entre 2015 y 2023, mientras que Syriza pasó de gobernar a ser oposición tras su derrota en 2019. Según el Eurobarómetro de 2023, solo el 38% de los europeos confía en los partidos políticos tradicionales, reflejando una crisis de legitimidad que afecta tanto a la izquierda como a la derecha.
Pongamos un ejemplo respecto a las ideas contradictorias que se tornan herramientas ideológicas comunes: el ecologismo, en particular, ilustra esta convergencia. La izquierda ha abrazado el cambio climático como una causa central, pero su incapacidad para traducir esta agenda en políticas estructurales efectivas ha permitido que la derecha coquetee con el discurso verde. En Alemania, la Unión Demócrata Cristiana [CDU] ha integrado políticas ambientales en su plataforma, mientras que, en países como Francia, el Frente Nacional de Marine Le Pen ha adoptado un “ecologismo nacionalista” que vincula la protección ambiental con la soberanía territorial. Estas agendas cruzadas generan confusión en el electorado, que percibe una falta de autenticidad en ambos bandos.
Por otra parte, uno de los rasgos más inquietantes de la política contemporánea es la convergencia de izquierda y derecha en prácticas autoritarias y en la judicialización de la política para perseguir a opositores y consolidar el control político. Si bien esta práctica no es nueva, pero hermana a los movimientos ideológicos. Vale la pena recalcarlo, la judicialización de la política es una herramienta para deslegitimar adversarios sin necesidad de enfrentarlos en las urnas. La “corrupción” con su “C” es la letra escarlata del momento y sinónimo del adulterio político, que nos disculpe Nathaniel Hawthorne.
Por consiguiente: la convergencia de agendas y prácticas ha generado una crisis discursiva que se traduce en un desencanto generalizado. Los grandes relatos ideológicos—la revolución social de la izquierda, el orden y progreso de la derecha—han perdido fuerza frente a problemas concretos: inseguridad, desempleo, desigualdad y crisis climática. En América Latina, la tasa de homicidios sigue siendo la más alta del mundo [21 por cada 100,000 habitantes en 2023, según el Banco Mundial], mientras que el desempleo juvenil en países como México y Brasil supera el 15%. En Europa, la crisis migratoria y el estancamiento económico han alimentado el ascenso de partidos populistas, que capitalizan el descontento con promesas vacías. La izquierda acusa a “las elites corruptas” de perpetuar la desigualdad, mientras que la derecha señala al “populismo irresponsable” como la causa de la inestabilidad.
Pienso, nada nuevo en mis palabras, que la incapacidad de ambos espectros para ofrecer soluciones estructurales ha dejado a las sociedades atrapadas en un ciclo de promesas incumplidas y apatía política. De cara al futuro, la política del siglo XXI enfrenta un desafío existencial: reconstruir la confianza ciudadana sin caer en la tentación de la retórica vacía o el autoritarismo. La izquierda debe abandonar su nostalgia por modelos revolucionarios inviables y enfocarse en políticas redistributivas que no comprometan la estabilidad económica. La derecha, por su parte, debe reconocer que el liberalismo desregulado ha exacerbado la desigualdad y el descontento social, adoptando un enfoque más inclusivo sin renunciar a sus principios de libertad individual. Las soluciones a problemas como la desigualdad y la inseguridad requieren pragmatismo, rendición de cuentas y un compromiso con datos y hechos.
Reafirmo que: la política debe recuperar su capacidad de escuchar, pero sobre todo de cambiar con urgencia de protagonistas, repito: cambiar de protagonistas. En países como México, donde el 70% de la población desaprueba la gestión de la inseguridad [INEGI, 2024], la inclusión de actores sociales en la toma de decisiones es crucial para restaurar la legitimidad. En Europa, la gestión de la migración requiere un enfoque que combine humanidad con pragmatismo, alejándose de los extremos de la xenofobia y la apertura indiscriminada.
La historia demuestra que ningún modelo político es eterno. La izquierda y la derecha, ahora más entrelazadas que nunca, están obligadas a repensarse en un mundo donde las viejas categorías han perdido relevancia. A decir: izquierda y derecha son lo mismo. La política del siglo XXI no puede permitirse el lujo de la pureza ideológica ni la comodidad de la polarización. Sin ilusiones ni dramatismos, el camino hacia adelante exige un compromiso con la eficacia, la rendición de cuentas y el respeto por la pluralidad.
¿Qué podemos modificar? Si la tendencia continúa, el siglo XXI no será recordado como el de la renovación política, sino como el de la decadencia de la democracia y la resignación de los pueblos. La izquierda y la derecha, rozándose en sus contradicciones, como ya lo dije, son uno mismo, una misma forma que aboga por el control total y tienen la oportunidad de construir un nuevo contrato social. La pregunta es si estarán a la altura del desafío o si, como tantas veces antes, sucumbirán a la tentación de la retórica fácil y el poder efímero.
Aunque Nayib Bukele no es el santo de la devoción de la política internacional, llegó al poder, supongamos, desde un movimiento social independiente y radicado en las redes sociales, lástima que en su ejercicio del poder retoma y reconfigura el poder para servirse a sí mismo. Y esto es, naturaleza humana. Reparemos por último en la religión. Durante estas semanas he afirmado que el mundo digital, por definición privado, y sus redes sociales, representan los nuevos canales de una religión multitudinaria, donde existen millones de potenciales líderes políticos y sociales. Lo que subyace a este comentario deriva en una realidad que poco a poco se hace realidad desde la ciencia ficción: conforme la tecnología copte las mentes de las nuevas generaciones, son los dueños de esas tecnologías quienes dictarán el resignificado de la democracia allende derechas e izquierdas. Y reafirmo: así la democracia [ficticia en su destino] será parte de un autoritarismo de facto…
¿Qué opinan?