Sé que Diego, mi hijo, leerá esta columna; Santino, desde su infancia, aprende de política todos los días cuando se sienta conmigo a ver los noticieros o los programas de debate… sea como sea, esta carta es para ellos: es imperativo despojarnos de toda ilusión y encarar la realidad de México con una crudeza que la situación exige, sin permitir que el velo del optimismo ciego o la comodidad de las falsas promesas nos aparten de la verdad que se alza ante nosotros como un desafío ineludible. Nos encontramos en un punto crítico de nuestra historia, un cruce de caminos donde la indiferencia no es una opción viable, pues optar por cerrar los ojos equivale a entregar nuestro destino a las fuerzas que desmantelan el país con una precisión implacable. Y duele al decirlo. Entre el amarillismo de los medios de comunicación y la información de inteligencia que se escurre por las redes sociales, las verdades históricas se tornan risibles.

México, no es la primera vez, se desmorona ante nuestra mirada, y la negación de nuestras tragedias no hará más que prolongar un ciclo de errores que nos condenan a repetir una y otra vez las mismas heridas, las mismas derrotas, en un eco interminable de oportunidades perdidas. No podemos seguir engañándonos con la idea de que el tiempo, por sí solo, sanará lo que hemos permitido que se pudra; el lujo de la pasividad se agotó, y ahora nos enfrentamos a la necesidad urgente de actuar o perecer como testigos mudos de nuestra propia ruina.

La violencia, lejos de ser un fenómeno aislado o una anomalía pasajera, se ha arraigado en nuestra cotidianidad con una tenacidad que transforma lo extraordinario en lo ordinario, proyectando una sombra que cubre cada rincón del territorio como una niebla espesa y asfixiante. Las estadísticas de 2024, que reportan más de 30,000 asesinatos según datos oficiales, son un recordatorio escalofriante de la devaluación de la vida humana en un país donde el valor de una existencia se mide en la indiferencia con que se desecha.

Los caminos de terracería, antaño conexión entre comunidades, se han convertido en escenarios macabros de cuerpos abandonados, despojos humanos que yacen como testigos silentes de una “guerra” sin reglas ni fin. Las desapariciones forzadas, con un conteo que supera las 100,000 personas en las últimas décadas, son una herida abierta en el tejido social. El Estado, en una preocupante muestra de impotencia, ha cedido vastas extensiones del territorio a los cárteles, quienes imponen sus propias leyes con mano de hierro, administran una justicia paralela que castiga y premia según su conveniencia, y operan con una eficiencia que avergüenza a unas autoridades rebasadas y desorientadas.

En numerosas regiones, el miedo se ha erigido como la única ley vigente, un tirano invisible que regula cada aspecto de la vida diaria, desde el silencio en las calles hasta el susurro en los hogares. La infancia se desarrolla en un entorno donde la violencia se percibe como normal, un telón de fondo que tiñe sus juegos con el eco de balazos y sus sueños con la amenaza de un mañana incierto. Recién veo los videos de un par de niños capturados que solían amedrentar a la gente a machetazos… lo vi. Para los adolescentes, la integración a un grupo criminal no es una elección aberrante, sino una de las pocas alternativas de supervivencia en algunas partes del país que les niega educación, empleo y esperanza. Mientras tanto, la economía anuncia una recesión y el futuro se vislumbra con una incertidumbre que pesa sobre las aspiraciones de quienes aún intentan construir algo en medio del caos.

Cuánta demagogia… ¿cierto?

En medio de este caos, la clase política continúa su teatro de simulación, un espectáculo grotesco donde los escándalos de corrupción se suceden con una impunidad que se ha vuelto característica de nuestra época, una marca indeleble en la piel de una nación que parece haber olvidado la vergüenza. Un gobernador acusado de crímenes atroces se aferra al poder con una desfachatez que desafía toda lógica, protegido por una red de complicidades que lo blinda frente a la justicia y la opinión pública. Dicho sea de paso: Blanco, el Cuauhtémoc, fue acobijado. Las autoridades pues eluden responsabilidades con una destreza que roza el cinismo, se enfrascan en discursos vacíos y se niegan a ofrecer soluciones concretas que enfrenten la magnitud del colapso que nos envuelve.

Luego de revisar análisis tras análisis, la comunidad internacional observa a México con una mezcla de preocupación y desinterés, un país que oscila entre ser una advertencia para otros y un caso perdido que ya no merece atención. Informes como el Índice de Paz Global nos sitúan entre los diez principales riesgos políticos y económicos a nivel mundial, una clasificación que no sorprende a quienes vivimos esta realidad día tras día. La combinación de violencia desenfrenada, una economía pasiva y un gobierno incapaz de ofrecer soluciones viables es una bomba de tiempo. ¿Cuál es nuestro destino? La esperanza, entendida como una fe pasiva en la mejora automática de las cosas, es un lujo que no podemos permitirnos, un espejismo que nos condena a la inacción. No hay líderes mesiánicos ni proyectos políticos redentores que puedan transformar la realidad desde las alturas del poder; la historia nos ha demostrado, con una claridad dolorosa, que tales figuras son espejismos que se desvanecen al contacto con la realidad, dejando tras de sí solo palabras huecas y promesas rotas. El cambio genuino solo puede surgir de una ciudadanía crítica y comprometida, de un pueblo que se niegue a ser espectador de su propia ruina y que reclame su lugar como protagonista de su destino.

Más demagogia…

La decisión de continuar en la indiferencia o de actuar está en nuestras manos, Santino y Diego Alfredo, y en las de todos aquellos que aún creen que México merece más que este destino sombrío, más que este legado de sangre y despojo. Pero esto es también “demagogia”, hijos… Definición: apelar a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas del público para ganar apoyo popular, frecuentemente mediante el uso de la retórica. Ahora bien, lean de nuevo el texto, hijos, estoy cometiendo el mismo “pecado” que todo político… palabras sin acciones verdaderas sin compromiso [como cuando sucede una catástrofe y no falta quien se invente un poema]… Los amo.

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