“Solo cuando te lastimo me prestas atención”, qué frase lacerante, un eco que resuena en las grietas del ser. Para mí, como espectador, Frankenstein de Guillermo del Toro se erige como la cima de su obra, una alquimia donde la fábula se funde con el cine en un acto de creación que roza lo sagrado y lo profano. Esta versión del mito de Mary Shelley no solo revive el terror gótico, sino que lo transmuta en un tratado existencial, un sondeo en las profundidades ese ser-ahí arrojado al mundo, según Heidegger, condenado a confrontar su propia finitud en la mirada del Otro.

La película destila una de las meditaciones más incisivas sobre el abandono como ontología del dolor: la criatura, en su confrontación con Víctor, articula esa verdad demoledora: “solo me prestas atención cuando te lastimo”. En esa sentencia late el núcleo de la tragedia, no como mera venganza, sino como el reverso inevitable de la indiferencia, el dolor como el único lenguaje que el creador comprende, la única moneda para canjear visibilidad, pertenencia y, en última instancia, el anhelo de ser.

La violencia de la criatura no brota de una esencia maléfica, sino de la nada existencial: la desesperación por irrumpir en la conciencia ajena, por ser no como objeto, sino como sujeto interpelado. Víctor, encarnado por Oscar Isaac con una intensidad que desgarra el velo de la ambición racional, solo voltea la mirada cuando el caos ya ha devorado lo irreparable, revelando que el verdadero acto creador es el de negar al nacido. Del Toro, con su intuición poética, desmantela la noción romántica de la inmortalidad: no es la eternidad lo que maldice, sino la soledad que la habita, un exilio perpetuo en el vacío sartreano del ser-para-sí.

La criatura, interpretada por Jacob Elordi, evoca tanto la fragilidad de un recién nacido como lo monumental de un titán herido, su cuerpo cosido no solo de carne sino de anhelos rotos, no repudia la duración infinita; la repudia porque no tiene eco, ni el roce de otro que la haga habitable. Es el infierno de ser testigo eterno: ver cómo lo amado se deshace en polvo mientras uno permanece, un archivo viviente de pérdidas sin interlocutor, un eterno retorno pervertido en eco de ausencias. Así, la inmortalidad se revela no como don, sino como la forma más pura de la nada: duración sin densidad, existencia sin relación.

Este Frankenstein se entreteje con las obras primordiales de Del Toro: El espinazo del diablo y El laberinto del fauno, conformando una trilogía sobre la muerte vista desde la inocencia. En El espinazo, el fantasma de Santi vaga en la ignorancia de su fin; en El laberinto, Ofelia transita su destino con una fe que ilumina la brutalidad circundante. En Frankenstein, la criatura es el niño perenne, un eterno infante que el juicio adulto ha sentenciado antes de su primer aliento, su pureza no como virtud infantil, sino como resistencia ontológica. La conmoción radica en esa inversión: la monstruosidad no yace en las suturas visibles, sino en las invisibles del alma.

Mia Goth, en su rol de Elizabeth, con una etérea vulnerabilidad que contrasta el frenesí masculino, sus gestos como susurros de un mundo posible más allá de la creación destructiva, y Christoph Waltz como el profesor Waldman, cuya sabiduría templada, teñida de un cinismo sutil, ilumina las fisuras éticas del saber, elevan esta indagación existencial, dotándola de texturas humanas que hacen palpable el abismo. Así, esta película [la más depurada y punzante de la filmografía de Del Toro, nos insta a habitar el mundo no como creadores indiferentes, sino como testigos compasivos de la finitud ajena, en un eterno diálogo con la muerte que, paradójicamente, afirma la vida.

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