Todos requerían de su mercancía para darle sabor a sus moles y caldos, pero curiosamente nadie envidiaba su trabajo. Se decía que eran tipos raros, con costumbres misteriosas y tan dicharacheros como callados, después de todo se necesitaba de una sicología especial para retorcerle el pescuezo a un plumífero, apenas se presentara una buena oferta en cobres.
Con sus jaulas rebosantes de futuras víctimas, los polleros se convirtieron en figuras comunes de la ciudad desde tiempos de la Colonia, y hasta entrado el siglo XX, sobre todo en esos barrios donde la refrigeración era un sueño guajiro y en cada vivienda la comida del día aguardaba en el patio tan fresca, que hasta picoteaba y andaba en dos pies.
Por lo general, su principal punto de venta eran los tianguis y mercados, donde solían clavar una estaca en el suelo para amarrar con mecates a sus criaturas, dejando cruelmente unos centímetros de diferencia para que no tocaran el suelo. Esta costumbre, según un cronista del siglo XIX, era con el propósito de que las pobres aves aletearan y se retorcieran para liberarse, y por lo tanto dieran la impresión de estar sanas y vivarachas.
Como antaño la creencia popular era que los pollos aletargados podían transmitir algún mal desconocido y hasta pegar lo zonzo a los chamacos, aquella costumbre de la estaca se extendió durante mucho tiempo, aun cuando en el proceso, algunos animales estiraran la pata tras quebrarse el pescuezo en sus intentos de fuga.
Los polleros andariegos cargaban con su guacal a la espalda para probar suerte en las distintas colonias, y se valían de otros métodos para hacer que sus pollos revolotearan todo el tiempo, porque a la manera freudiana, se decía que un ave despierta y peleadora transmitía sus dones a quien comía su carne.
Apenas veían a un cliente potencial, estos comerciantes ambulantes introducían una afilada vara en la caja para alebrestar la mercancía, y acto seguido exclamaban: "¡Pollos sanos patrón, pa`l buen caldo!".
Otros que solían plantarse en alguna esquina con sus jaulas de madera, solían arrojar a intervalos un puñito de migajas para que las aves se picotearan unas a otras y chillaran mostrando su enjundia. Lo malo es que en el ínter muchas quedaban ciegas o malheridas, y por eso a menudo los polleros adornaban las calles de la capital con el bonito rastro rojo de la sangre de sus animales.
Por supuesto, tanta crueldad se convertía con el tiempo en un hábito y casi ninguno de estos mercaderes se percataba del sádico espectáculo que era presenciar alguna de sus ventas, sobre todo aquellas para los restaurantes y fondas, las cuales requerían para sus guisos hasta de cuatro o cinco plumíferos muertos de un jalón.
Se decía que un pollero experimentado podía retorcer hasta 10 pescuezos en un solo minuto. Un espantado cronista extranjero describía el salvaje espectáculo que era contemplar a estos "léperos sin remordimientos" matar un ave tras otra, "cual si exprimieran viles pedazos de trapo sucio".
Tal maestría en el arte de extinguir vidas les proporcionaba también a estos peculiares compadres un ingreso extra en las casas donde existía una doña persignada, quien no obstante tener una buena sazón para el mole, se abstenía de depredar al reino animal con sus propias manos... por aquello de respetar el sagrado "No matarás".
Para esos casos, ni raudo ni perezoso entraba el pollero en escena. Si el plumífero era de su guacal, la "retorcida" era gratis, pero si se trataba de uno ajeno, cobraba veinte centavitos por hacer gala de su "indolora" precisión, y otro tanto por dejar al animal más pelón que la cabeza de cierto ex presidente.
Con la llegada de las rosticerías, y más tarde con los primeros expendios con refrigeración que vendían pollos empacados para descongelar en casa, el negocio de estos hombres fue menguando progresivamente. Se decía que hasta las familias más humildes del valle de México dejaban atrás las costumbres granjeras, para entrar poco a poco en el progreso capitalino, en el que preocuparse por la procedencia de los alimentos era cosa del pasado.
Para las generaciones posteriores resultaba una excentricidad contemplar a algún pollero necio que hubiese sobrevivido a la transición del siglo. Curiosamente, en una encuesta realizada en gringolandia a niños pequeños de grandes urbes, se les preguntó si sabían de dónde provenía la carne blanca y roja que consumían, y más de la mitad respondió que del supermercado. De igual forma 70% de los encuestados que vieron un documental sobre sacrificio de reses y pollos, aseguró que desconocían tal salvajismo y que optarían por la dieta vegetariana. ¿Será que el progreso se cimienta en nuestra ingenuidad, ignorancia y negación?
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