Ahora con el reciente concierto de Shakira que devastó el tráfico en la Ciudad de México, recordé lo hábiles que hemos sido los mexicanos a lo largo de las décadas para espiar los espectáculos sin pagar.

En algunos eventos y conciertos masivos que se realizaron durante 2023 y 2024 en el famoso Estadio Azul, de la colonia Nápoles, que, por cierto, está rodeado de edificios y altas azoteas. No faltaron los vecinos que equipados con bínoculares y hasta telescopios, tuvieron palcos con excelente visión, no importaba que estuvieran rodeados de jaulas y tendederos.

Esa tradición de ahorrarse los boletos por necesidad o por maña, me recordó que desde el siglo XIX y hasta los últimos años de la época porfiriana los llamados “mirones” se convirtieron en figuras comunes de la urbe, que no obstante su gran número, eran difíciles de reconocer, pues los había de todas las edades, profesiones y hasta estratos sociales… en pocas palabras, dentro de cada capitalino existía un mirón potencial si la oportunidad se le presentaba.

Se cuenta que en los espectáculos elitistas de conciertos y obras de teatro (algunas de ellas habladas exclusivamente en francés) que el dictador de las tres décadas organizaba en los jardines de la Alameda, se colocaban perímetros de vallas de tela para que ningún pelafustán curioso, ajeno a la elite criolla-porfiriana, se detuviera a mirar expresiones artísticas que no le correspondían.

Por supuesto más de un infante de familia humilde y algún paisano ataviado con huarache y tilma, abrían agujeritos en la tela y presenciaban desde lejos cómo aquellas señoras gordas, a las que los catrines llamaban sopranos, interpretaban como los merititos ángeles canciones en idiomas desconocidos, mientras sudaban y hacían gestos que provocaban la risa en más de uno.

Sin embargo, no sólo los eventos elegantes eran dignos de ser espiados, también en las carpas de barrio que se instalaban en colonias como la Bondojito, Hidalgo, Tacubaya, La Candelaria y por el rumbo de La Merced, muchos chamacos y adolescentes calenturientos acudían a hurtadillas durante la noche, con el único fin de ver, aunque sea por un agujerito, parte de los sensuales espectáculos de las bailarinas de poca ropa, mismos que les habían sido prohibidos tanto en sus casas por sus beatas madres y tías, como por el sacerdote del confesionario y la maestra del catecismo.

El lector Francisco Tapia, recuerda haber sido un militante de esas tropas de chamacos, para quienes lo clandestino se traducía en una trinchera llamada “el hoyito del diablo”, y la máxima conquista, ver a alguna de esas incipientes vedetes con sus atuendos de lentejuela barata, contoneando sus encantos.

A veces, recordaba don Francisco, los mozalbetes más rudos, quienes previamente habían hecho su agujerito con navaja en la gruesa lona de la carpa, llegaban desde temprano para cobrar cuota a quienes iban llegando, y pobre de aquel que osara mirar de a grapa o se tardara de más engolosinado por la función, porque ni rauda ni perezosa caería una tupida pamba china sobre su cabeza.

Pero ni aquellas técnicas gansteriles salvaban a los mirones de lo inevitable: los cuidadores de los predios y los gendarmes metiches.

Muchas veces el pobre chamaco que acababa de pagar su derecho a mirar el show y se perdía por unos minutos en aquel mundo de erótico ensueño, recibía de los susodichos tremendo ramalazo en las tepalcuanas, mientras que sus amigos ponían pies en polvorosa.

Sin embargo, si había un espectáculo por el que desde chicos y grandes estaban dispuestos a jugarse todo con tal de ver gratis, aunque fuera un acto, era el famoso circo que solía instalarse desde la década de los treinta, en los predios vacíos de avenida Reforma.

Entre tanto argüende y puestos de fritangas y tlachicotón, se creaba el ambiente propicio para que los mirones, sobre todo los más pequeños, pasaran inadvertidos. Más de un infante supo así lo que era ver a un par de trapecistas volar por los aires o a un elefante subir al colorido banco para hacer una chistosa reverencia con las patas en alto.

No importaba que al cabo de un rato el cuidador llegara a jalarlo de las orejas, el haber presenciado gratis parte del espectáculo, era una experiencia que con el tiempo sería digna de contar a los hijos y a los nietos.

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