Los niños modernos ya no conocen las canicas, pero tal como lo muestra el mural de Tepantitla, en Teotihuacán, este juego ya formaba parte de nuestra cultura desde tiempos prehispánicos. No obstante, los torneos que culminaban con la exclamación ¡chiras pelas! y que utilizaban bellos ejemplares de aguitas, tréboles y colorinas, datan del siglo XVII, época de la que se conservan curiosos ejemplares de canicas que quizá pertenecieron a algún niño que era la amenaza de los jugadores de su cuadra.
La capital nunca fue ajena a aquella fiebre por los redondos tiritos de vidrio y desde finales el siglo XIX los chamacos ocupaban sus horas en largos torneos donde no sólo se ponían a prueba las aptitudes manuales y la puntería, sino que muchas veces estaba en juego la popularidad y el honor.
En una curiosa crónica de esos años se describe cómo en las fiestas de Pentecostés, en Tlalpan, donde se fomentaban tanto las peleas de gallos como el antiguo juego de dos cartas conocido como “el monte”, los chamacos solían esperar a sus progenitores afuera de las carpas y se entretenían jugando a las cuicas, convirtiéndose al poco rato en objetos de apuesta por parte de los compadres, quienes al calor de los pulques se congregaban alrededor y recordaban la emoción de sus años mozos.
Ya desde entonces resultaban muy atractivas para los mirones las diversas modalidades del juego que consistían en meter las canicas al hoyito, o bien sacarlas del cocol o el círculo, previamente trazados en la tierra.
De hecho, a partir de 1890, en las fiestas populares que se organizaban en los barrios y que eran conocidas como “jamaicas” (algo así como las kerméses de hoy en día), los torneos de canicas se instituyeron por un tiempo como parte de las atracciones, y desde niños hasta adultos podían participar, con la promesa de ganar desde un costalito de “aguitas”, hasta un guajolote bien gordo.
-Ya vieron, el Muégano ya pagó su abono para entrarle a los cocolazos de pichas
-Újule, yo mejor no le entro, ese chango me ha ganado mis mejores tiritos con sus chiras de medio cocol, además es más marrullero que los abarroteros de San Juan.
Igual que en los duelos del viejo oeste, a veces la fama que los jugadores se habían ganado a pulso en los barrios, se convertía en motivo de constantes desafíos a diestra y siniestra. En ocasiones, cuando dos
caniqueros duros de pelar se enfrentaban en algún terregal, la noticia corría como reguero de pólvora y todos los desocupados de la comarca llegaban ávidos de emociones para ver quien se quedaba con el título.
Por lo general, aquellos enfrentamientos iban acompañados de un despliegue de técnicas que incluían, además de los consabidos tiros de huesito y uñita, métodos como “la carambola”, “la cazadora”, y a medida que los años pasaban se añadían otros como “el avioncito” o la “pedrada kamikaze”.
Lo único malo era cuando el niño o adolescente perdedor, herido en lo más hondo de su orgullo, se negaba a pagar la apuesta, que por lo general consistía en entregar sus más preciados tesoros, mismos que iban desde un trébol de raros colores hasta una canica ágata que brillaba como diamante a la luz del sol; sólo entonces los empujones y puñetazos salían a relucir, y cosa nada rara, los mirones se contagiaban de la misma cólera y todo terminaba en desmaine.
El estimado lector Gregorio Zúñiga nos comentó que gracias a este juego que aún hoy enseña a sus nietos, se ha salvado de la artritis, y recuerda cuando en su niñez solía acudir con sus amigos a la fábrica de canicas que se encontraba en Tacubaya, donde en un anexo vendían al por mayor los ejemplares supuestamente defectuosos.
“Nada más emocionante”, afirma don Gregorio, que meter las manos en las cajas copeteadas de estas bolitas de vidrio e igual que los antiguos buscadores de pepitas de oro, hallar entre ellas verdaderos tesoros que destacaban por su rareza. Incluso recuerda a una tía que adivinaba la suerte con estos objetos, sólo había que darle alguna de las muchas aguitas que guardaba en una jícara para que la doña la acercara a su ojo bueno y a contraluz leyera el porvenir.
Curiosamente hemos constatado que en algunas escuelas de apartados municipios del país, la tradición no se ha perdido, continúan inventándose tiros y suertes caniqueras con nombres tan singulares como “el avatar” y “el misil”. Pero son sólo suspiros de un juego condenado irremediablemente a morir a causa de la modernidad.