Ahora ya casi se ha olvidado, pero una de las señales de que el mes de diciembre hacia su entrada hace 120 años, en pleno apogeo del porfiriato, eran los eventos que se organizaban en el primer cuadro de la capital.
Si uno pasaba por los alrededores, era imposible no conmoverse ante la música y los cantos celestiales que se abrían paso entre los árboles y los senderos de aquellos terrenos, donde las familias de alcurnia se daban cita para disfrutar de los violines, las arpas, las flautas y las voces de sopranos y barítonos, invitados por el dedo porfiriano a sensibilizar las conciencias bravas de los capitalinos.
No hay cronista de principios de siglo que no haya incluido en sus textos aquellas tardes de domingo, cuando en la Alameda se levantaban kioskos y carpas, y las sillas se extendían por interminables hileras, flanqueando el escenario donde músicos y cantantes deleitaban los oídos con sus repertorios y encendían la llama del amor en los corazones de los privilegiados de esos tiempos.
Y es que asistir a un concierto decembrino en la Alameda no era cosa fácil, aunque los cantantes y coristas eran traídos desde la vieja Europa con el dinero del erario, y a los músicos capitalinos les pagaba directamente la Oficina de Eventos del Ayuntamiento, no cualquier chilapastroso era bienvenido en aquellas tertulias donde se solía degustar champagne, y practicar el francés y el inglés con algunos gallitos que evidenciaban el código postal de un abuelo arriero.
Desde 1904, se arraigó rápidamente la costumbre de montar durante los cuatro o cinco domingos del doceavo mes, aquellas reuniones al aire libre a las que se permitía el acceso sólo con invitación exclusiva, misma que llegaba puntualmente desde principios de diciembre a las oficinas de los borregos preferidos del dictador.
No había mejor oportunidad para hacer negocios, o si se era nuevo rico, para hacerse de algunos útiles contactos para comenzar la complicada escalada social de la época, cuyas reglas, básicamente, eran olvidar que se vivía en un país de pobreza arraigada y contribuir a trasladar, al menos mentalmente, los paisajes, los vestuarios, las costumbres y las escenografías del viejo continente, para crear una especie de comunidad europeo-chichimeca.
Aunque actualmente la nueva camada de nuevos ricos beneficiados por el poder en turno nos restriegan todos los días que esas viejas costumbres siguen más vigentes de lo que pensamos, al menos en esos tiempos, resultaba todo un espectáculo para la llamada leperuza contemplar a aquellos pingüinos y doñas ataviadas con faldones de merengue, bajar de sus carruajes, para luego ser conducidos por un valet, cual marqueses de Villaverde, al epicentro mismo donde convivían los reyes de la “cadena alimenticia” mexicana.
De hecho, en diciembre de 1904, el mismo don Porfirio visitó la Alameda para deleitarse con una gala operística, y desde entonces se hizo costumbre desplegar un gran dispositivo de seguridad a lo largo del jardín, para asegurarse que ningún miserable huarachudo, calzonudo o percaludo, rompiera la ilusión de que el acto se llevaba a cabo en los mismísimos Champes Elissé.
De esa forma, durante varios años, los parroquianos se acostumbraron a que la Alameda no era un lugar accesible los fines de semana de diciembre, y pobre de aquel que se detuviera por más de medio segundo a mirar desde lejitos la tertulia, embobado por las composiciones de unos tales Mozart o Bach, porque de inmediato un gendarme lo invitaría con cachiporra en mano a seguir su camino.
Igual que los besamanos organizados en Palacio Nacional en los años recientes y el que se espera por el cambio de poder para este mes de diciembre, muchos coinciden en que los grandes negocios de los fraccionadores y empresarios de esos tiempos, prendieron su mechita en esas tardeadas, y por ello las invitaciones eran las más peleadas por los aristócratas.
Algunos confirmaban su asistencia desde semanas antes a todos los eventos de fin de semana, y si por alguna razón la Navidad o el año Nuevo coincidían con el domingo de concierto, casi nadie se tentaba el corazón para cambiar su cena familiar por una oportunidad para abrirse paso en la selva de los egos.
Con el tiempo a algún empresario visionario se le ocurrió organizar conciertos populares para todo público durante otros meses del año, y fue entonces que las compañías tabacaleras como El buen tono, le entraron al pastel con subsidios para los músicos, para dejar que los pobretones saborearan también un toque de fiesta y aristocracia, tan bien retratado en el desaparecido mural “Un domingo en la Alameda”, de Diego Rivera…. pero esa es otra historia.