Para muchos significó una tragedia. Fue una crisis en cierta medida aleccionadora y sirvió para que muchos capitalinos y funcionarios con arcaicas ideas se convencieran, de una vez por todas, de que la modernidad había llegado para quedarse, y, además, de la importancia que su combustible vital, la gasolina, había cobrado para el desarrollo del país.
Debido a la escasez de petróleo a consecuencia de las gestiones que, en 1937, el gobierno realizaba con muchos sectores nacionales y extranjeros, estalló poco después la huelga petrolera por desacuerdos entre los trabajadores y las empresas.
Poco a poco, la veloz marcha a la que todos los mexicanos se habían acostumbrado se fue deteniendo sin remedio. Igual que un juguete al que se le acabó la cuerda, la mayoría de los vehículos, hasta los de esos tacaños que sólo los usaban los fines de semana, se quedaron sin el alma de sus motores.
A algunos les tocaba quedar parados en bulliciosas avenidas, a otros en caminos a desnivel e, incluso, antes de llegar a sus casas, entre las risas burlonas de los vecinos.
Durante los primeros días, el asunto se tomó con calma. Sin embargo, al cabo de unas semanas, los diarios anunciaron la alarmante realidad: ¡el país no tenía combustible! En menos de un mes, la crisis petrolera planteaba la alarmante posibilidad de regresar a todos los mexicanos a la edad de piedra.
Era una franca tragedia. Las gasolineras racionaban a un máximo de tres litros el combustible, las tiendas de toda la ciudad comenzaron a sufrir desabasto, eso sin contar el alza en muchos precios y la saturación del sistema de transporte público, donde más de uno esperó hasta durante dos horas su turno, y viajó de piojo y aguilita con tal de no llegar tarde al trabajo.
Como siempre, en los tiempos de necesidad aparecen los buitres, algunos concesionarios de gasolineras de orillas de la ciudad, que tenían sus depósitos a un buen nivel, negaron su existencia para después hacer su agosto durante la madrugada, llenando el tanque a los camiones de muchas tiendas de productos básicos, las cuales, ante la posibilidad de realizar sus entregas con normalidad, inflaban a su vez los precios.
Por supuesto, las únicas víctimas eran los ciudadanos comunes, quienes, sin tener vela en el entierro, miraban cómo sus ingresos se reducían a la mitad, eso sin contar que muchos trabajadores de empresas de transportes dejaron de recibir sus sueldos a causa del paro.
Protestas, manifestaciones, trifulcas, peleas en las altas esferas del gobierno, grillas en los sindicatos, todo eso ocurría a menos de tres años de iniciar la década de los 40.
Muchos fotógrafos inmortalizaron imágenes cotidianas de esos días difíciles, como aquellas famosas fotos de los parroquianos elegantes, empujando un auto o la del despachador de pipa, que mostraba una manguera de la que caían unas míseras gotas.
La crisis del petróleo dejó también una advertencia para las generaciones futuras: si apuestas todas tus monedas a un solo caballo ¿qué pasara el día en que el tal jamelgo deje de correr?