En los pasillos de la gran feria del libro de Fráncfort, editoriales de Estados Unidos alzan la voz. No solo por los lanzamientos literarios, sino porque se encuentran ante una ofensiva inesperada: la eliminación sistemática de libros en escuelas y bibliotecas públicas estadounidenses. En el último año escolar se registraron miles de instancias de prohibición de libros en decenas de estados y distritos escolares.
La mayoría de esos libros cuestionados versan sobre identidad racial, comunidades LGBTQ+, cuestiones de género y sexualidad. Las editoriales reaccionan porque saben que la literatura cumple una función civilizatoria: cuestiona, representa, abre mundos. Pero además, la tecnología cambia el terreno de juego y multiplica los retos.
Una de las tensiones más visibles proviene de cómo los contenidos digitales, plataformas de lectura en línea y sistemas de curaduría automatizada pueden amplificar o suprimir voces. Cuando un libro es retirado de una biblioteca física, el impacto es claro. Pero en la era del e-book, de plataformas de lectura híbridas y de algoritmos de recomendación, la historia se transforma: ya no solo se trata de si un libro está en la estantería, sino de si el algoritmo lo recomienda, si está accesible sin muros de pago, o si ha sido clasificado como “controvertido”.
Por ejemplo, los sistemas de gestión de contenidos en bibliotecas escolares pueden emplear filtros automáticos que marcan títulos como inapropiados, basándose en etiquetas o reseñas generadas por algoritmos, lo que predispone a que ciertos libros sean retirados sin revisión humana seria. Esta dimensión tecnológica rara vez aparece en los debates públicos sobre censura de libros, pero es clave: una vez que la infraestructura digital incorpora sesgos, ya sea por presión política o diseño legislativo, la barrera para el acceso literario se vuelve efectiva, silenciosa y a gran escala.
Las grandes casas editoriales y organizaciones de libertad de expresión han comenzado a responder. No solo con demandas legales en contra de leyes que definen de forma ambigua los contenidos “nocivos”, sino también explorando rutas digitales de distribución alternativa, acceso libre electrónico y modelos híbridos que evadan la lógica de la estantería física bajo control político.
Por ejemplo, algunas bibliotecas digitales especializadas en comunidades vulnerables han surgido como contramedida tecnológica frente a la eliminación local de libros. Estas iniciativas muestran que el problema no es sólo literario o cultural, sino infraestructural: ¿quién controla los algoritmos, los filtros, los servidores, los accesos?
La prohibición de libros ya no es solo quitar volúmenes de una biblioteca escolar. Es también configurar las entradas y salidas del mundo digital de lectura. Si la infraestructura tecnológica coopera, por diseño o por omisión, con la lógica de eliminación de voces críticas, entonces el riesgo no es solo menor variedad literaria: es una erosión de la democracia del conocimiento.
Para escritores, poetas, lectores y editores, la señal es clara: la batalla simbólica por los libros también se libra en servidores, plataformas y algoritmos. Lo importante no es solo publicar. Es asegurar que lo publicado circule, que tenga rutas de acceso, que los sistemas no lo asfixien antes de nacer.
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