Arribaron en el tren de Laredo a la estación de Buenavista. Faltaba poco para la medianoche. Eran cuatro elefantes jóvenes que el zoológico de Chapultepec acababa de adquirir en Miami, así como una elefanta de dimensiones colosales, Judy, que por entonces se hallaba a la mitad del camino de su vida –35 años–, y a la que los dueños del circo Ringling Brothers habían optado por regalar debido a un temperamento irascible, que a menudo arruinaba el espectáculo.

El domador del bosque de Chapultepec, Jean Schoch, diría más tarde que fue un error aceptar aquel regalo: en la estación, Judy dio grandes muestras de inquietud ante el ululante, ensordecedor silbato de los trenes, y el ruido metálico de los carros. Al iniciarse las labores de desembarco, cargó furiosamente contra las paredes de madera del vagón. Lo hizo con fuerza tan inesperada, que las despedazó. El andén se hallaba cargado de ruido, de humo, de luces. Una atmósfera ideal para que la elefanta entrara en pánico. Judy buscó cómo alejarse de todo aquello. Echó a correr, barritando, mientras los domadores encargados de su custodia, Charles Butler y Robert Paradise, intentaban contenerla.

El caos se adueñó en un instante de la estación. Se registraron estampidas y gritos de espanto. Butler ordenó en inglés a los viajeros que se quedaran quietos, pero solo unos cuantos entendieron sus palabras. Dos hombres quisieron alejar a la elefanta con sus sombreros y entonces todo salió de control. Una mole de dos toneladas y media galopó hacia las puertas de salida, destrozando todo a su paso.

Al minuto siguiente Judy se encontraba en la calle, frente al contorno extraño de la ciudad nocturna. Los elefantes más pequeños la siguieron. El contraste entre luces y sombras, el perfil de los edificios, los faros fugaces de los autos, el ruido histérico de los cláxones, el grito sorprendido de los transeúntes. Todo se conjuró contra los animales, en la forma de una amenaza desconocida.

Iniciaba en la Ciudad de México una noche larga, triste, insólita: la del 30 de julio de 1958.

Convertidos en sombras fugitivas, los elefantes atravesaron Insurgentes, encaminándose hasta los linderos de la histórica Alameda de Santa María la Ribera. Ahí, de pronto, se separaron: los cuatro jóvenes enfilaron hacia la Escuela Nacional de Maestros; Judy avanzó en sentido contrario, hacia la esquina de Carpio y Ciprés, donde se hallaba la gasolinera 7½.

Según la crónica del experimentado reportero José Luis Parra, de EL UNIVERSAL, la elefanta pasó encima de varios automóviles estacionados y destrozó una motocicleta. En ese lapso, las alarmas se encendieron en la ciudad: un escuadrón de granaderos, diez patrullas, un grupo de motociclistas de Tránsito y varias ambulancias de la Cruz Verde y la Cruz Roja se acercaron a Santa María la Ribera con las sirenas encendidas.

Fue el primero en la cadena de errores que se cometieron esa noche. Amenazada por los ruidos, Judy intentó refugiarse en una vecindad “y causó tremendo susto a las familias al romper puertas y ventanas”. Corrió luego aterrorizada por Carpio, Fresno y Sabino. Al no hallar salida alguna –la gente y los autos la rodeaban–, regresó a la gasolinera 7 ½.

Carlos Cruz, un empleado del PRI que salía de una fiesta acompañado de su esposa y su hija, “y se supone iba con copas”, tropezó con ella al doblar la esquina. “Retumbaba el piso con sus pisadas”, declaró a La Prensa la esposa de Cruz. “De momento nos quedamos paralizados, sin saber qué hacer”, recordó.

Cruz intentó calmar a la elefanta. Algunos testigos afirmaron que el empleado llegó a incluso a tomarla de la cola. Judy se revolvió, furiosa. Estrelló a Cruz contra la pared y luego lo trituró brutalmente con una de sus patas. La calle era un hormiguero. Decenas de curiosos gritaban o impartían órdenes a los otros. Habían llegado las horas que estallan cuando una ciudad enfrenta un acontecimiento inesperado que todo lo trastoca.

El flash de un fotógrafo de prensa apareció en el peor momento. Judy se alteró aún más y embistió a una patrulla policiaca, pero el conductor, hábilmente, escapó en reversa. La elefanta destrozó un Buick que estaba dentro de un garaje y se precipitó en una carrera enloquecida de más de dos kilómetros en medio de las tinieblas: Instituto Técnico, Ribera de San Cosme, Velázquez de León, Guillermo Prieto y Manuel María Contreras: en todas esas calles, Judy encontraba más gritos, más luces, más faros, más cláxones. “Seguía corriendo en la noche”, escribió José Luis Parra.

Tras ella se extendía la caravana de la locura: patrullas, ambulancias, carros de granaderos, taxistas del turno nocturno que no querían perderse el espectáculo, y también decenas de curiosos que se desplazaban en motos, bicicletas y autos particulares.

México se había convertido en la Isla Calavera y un monstruo andaba suelto en las calles. “Lo vi y no podía creerlo. Ante nosotros estaba un elefante. Lo vi como King Kong; aleteaba las orejas y alzaba la trompa. Esto solo lo había presenciado en las películas; fue algo como nunca pude imaginármelo”, declaró el patrullero 4568 al reportero de La Prensa Carlos Borbolla.

Era un auténtico safari urbano, según lo designó el periodista José Luis Parra en una nota titulada: “Asombro y terror entre las sombras”.

Hay noches que no terminan nunca. Hacia las tres de la mañana, los domadores ubicaron a la elefanta en Laguna del Carmen, cerca del Colegio Militar, en el remoto barrio de Santa Julia. De acuerdo con la información de Parra, en Laguna del Carmen 15 los integrantes de una familia despertaron sobresaltados por el escándalo que había en la calle y de pronto vieron entrar por su ventana la trompa de la elefanta. “Ay, compadrito, le juro que no vuelvo a tomar porque ahora sí hasta elefantes veo”, le había dicho, según los periodistas, un borrachín a su compañero de farra.

En Laguna del Carmen, los domadores lograron tranquilizar ligeramente a Judy e incluso la uncieron con cadenas al tronco de un árbol. En ese momento llegó información de que los otro cuatro animales deambulaban en las cercanías de la Capilla Británica, frente al cine Cosmos, en Ribera de San Cosme y Melchor Ocampo. Charles Butler dejó a Judy bajo la custodia de un policía y salió en busca de los elefantes jóvenes (sus nombres: Jane, Tana, Ranny y Zita). La crónica de EL UNIVERSAL cuenta que Butler logró sujetar al más pequeño con un gancho “y lo fue jalando de la trompa”. El resto de la manada los siguió, “tomándose de la trompa a la cola”. Los animales subieron dócilmente al camión de redilas que iba a conducirlos al zoológico.

En Laguna del Carmen, el flash de otra cámara volvió a turbar a la elefanta. Barritando, desesperada, arrancó el árbol de cuajo y echó a correr de nueva cuenta: en Lago Pátzcuaro arremetió contra los periodistas Norberto de Aquino y Federico Alemán, quienes tuvieron que meterse de cabeza al interior del coche de José Luis Parra. “¡Nadie se mueva!”, gritaba un policía. Pero la calle era un enjambre, un manicomio donde se confundían los ruidos, los gritos, las carreras.

Judy atravesó Laguna de Tamiahua y el Parque Salesiano. Estaba a punto de sobrevenir lo peor: en Ferrocarril de Cuernavaca las cadenas que la sujetaron al árbol quedaron atoradas en las vías del tren. Alguien alertó que una locomotora estaba a punto de pasar y la gente gritó histérica que el tren iba a descarrilarse. Con mazos salidos de quién sabe dónde, unos hombres rompieron los candados del cambio de vía.

Llegó entonces una imagen dantesca. Cuando Judy logró liberarse del riel, y al emprender nuevamente su fuga enloquecida, atravesó por una cerca de púas que le llenó las patas y el cuerpo de sangre y ajaduras. Bramando de dolor, dejando en la cerca trozos de piel y de carne, Judy reanudó la huida: Mar de China, Mar de Japón, Lago Mayor, Lago Azof, Golfo de Gabes, Plaza de San Juanico, Golfo de Aden, México-Tacuba, Golfo de California, Cerrada del Golfo de Campeche y Parque Diana. Para entonces, ya las fuerzas la iban abandonando.

Por todas partes los autos chocaban, metían reversa, apagaban las luces, huían entre el rechinido de las llantas. Por todas partes la seguían la curiosidad, el morbo, la locura.

Judy llegó a la calle en la que la que aquella jornada delirante iba a encontrar su escena final: el Callejón de la Luz, en la colonia Pensil, un barrio marginal al poniente de la ciudad. Llevaba más de siete horas escapando. En aquel callejón se detuvo rendida. Todavía intentó esconderse en la casa marcada con el número 87, pero ahí la alcanzaron los disparos. El regente Ernesto P. Uruchurtu había ordenado que se pusiera fin a todo aquello. La elefanta debía ser sacrificada.

El encargado de abatirla fue el cabo Adolfo Carrillo Vera, conductor de la patrulla 151. Más tarde le relató al periodista Jorge Avilés que, a pesar de los disparos, Judy se revolvía en busca de una salida. Los gemidos de dolor que llenaban el callejón eran escalofriantes. “Comprendí que había que pegarle en algún punto vital”, dijo el cabo. Carrillo Vera apuntó su 38 Súper Star entre los ojos de la elefanta y jaló el gatillo varias veces. Luego, le disparó también detrás de las orejas. Judy caminó moribunda, al final de su odisea, hacia un rincón del callejón de la Luz. Parra escribe que levantó la trompa y luego se desplomó sobre sus patas traseras.

Eran las 6:05 de la mañana cuando la calle quedó finalmente en silencio.

No era el único final triste. La historia de los elefantes que en 1958 llegaron a la ciudad tiene otros desenlaces. En el zoológico de Chapultepec, los capitalinos de las décadas siguientes vimos languidecer hasta la senectud, detrás de un foso profundo, a los otros protagonistas de aquella noche. Nunca imaginamos en qué clase de historia habían participado.

Medio siglo más tarde solo sobrevivía la elefanta Ranny. Una noche de 2009, cuando la memoria de la fuga de Judy sobrevivía únicamente en periódicos sepultados en las hemerotecas, Ranny perdió el equilibrio y cayó al fondo del foso de seguridad que la aislaba del público. Para entonces tenía setenta años.

Quedó atorada durante horas, presa del estrés, vocalizando como Judy lo había hecho aquella noche. Era el mismo grito, pero no era la misma ciudad.

Con ayuda de tres grúas lograron sacarla. Pero se hallaba ya en estado crítico. Se fue de madrugada. ¿Por qué tuvo que ser tan cruel y absurdo, tan falto de sentido todo?

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