Le debemos a un amor frustrado la presencia permanente de Silvia Pinal en la televisión. En 1954, Emilio Azcárraga Milmo la conoció en casa de Gloria Elías Calles. El Tigre Azcárraga, cuenta Pinal en sus Memorias, era novio entonces de la bellísima Rosita Arenas.

Pinal tenía un rostro y un cuerpo inolvidables. Acababa de cumplir 23 años, pero era dueña ya de un currículo impresionante. Había filmado una serie de exitosas películas con Tin Tán, Cantinflas, Abel Salazar, Meche Barba, David Silva, Pedro Infante y Joaquín Pardavé, entre otras estrellas de lo que hoy llamamos la Época de Oro del cine mexicano.

La televisión causaba un furor semejante, y tal vez mayor, al que había causado 30 años antes la llegada del radio. Se acababa de inaugurar en 1950 el Canal 4 con la transmisión del informe de gobierno de Miguel Alemán; el Canal 2 había hecho sus pininos un año más tarde con la transmisión de un partido de beisbol desde el Parque Delta y el Canal 5 había iniciado sus operaciones con la transmisión de un festival del Día de las Madres, realizado desde el Teatro Alameda.

Eran los días en que quienes se daban el lujo de tener uno de aquellos pesados armatostes en la sala de su casa llegaban a cobrarle hasta un peso a sus vecinos para dejarlos ver los toros, las luchas y programas de variedades.

Según Silvia, en aquella reunión Azcárraga le ordenó que pusiera unos discos. Ella contestó “Ponlos tú”.  A Azcárraga, todo mundo le hacía la barba. Aquel gesto le gustó —pero probablemente le gustó mucho más la propia Silvia. ¿A quién no?

Ella había sido novia durante 20 días de Manolo Fábregas: lo dejó cuando descubrió que usaba peluquín (“no había mucha química entre su peluquín y yo”). Había tenido un matrimonio tortuoso con el actor Rafael Banquells, el padre de las telenovelas y de su primera hija. Era, sin embargo, “celoso y posesivo”, relata ella. Así que lo dejó también. Azcárraga acababa de enviudar “y yo ya estaba divorciada, así que ninguno de los dos vimos problema para iniciar una relación”. Aunque el magnate iba a casarse con Rosita Arenas, la dejó plantada prácticamente en el altar y se llevó a Silvia a Barcelona.

El romance duró cinco años, hasta que el padre de Azcárraga se opuso a la relación (“Divorciada y con una hija…”) y arregló para su hijo una boda en el Hotel Ritz de París con una joven aristócrata francesa: Pamela de Surmont.

El rompimiento fue duro para ella. Azcárraga se volvió a cambio su amigo y protector permanente, y le aseguró prácticamente de por vida un lugar en la televisión mexicana. Silvia Pinal sobrevivió así a la decadencia del cine mexicano.

Cantante de ópera fallida, en los años 40 entró a estudiar arte dramático al INBA. Fueron sus maestros Novo, Pellicer y Villaurrutia, y sus compañeros, los brillantes Luis Gimeno y Bárbara Gil. Hizo el programa de radio “Dos pesos dejada” con Luis Manuel Pelayo y La Marquesa Carlota Solares. Debutó en teatro en la compañía de Isabela Blanch, con una obra de Alejandro Casona: “Nuestra Natacha”. El director Miguel Contreras Torres la vio una noche en el Teatro Ideal y se la llevó al cine para ponerla al lado de Tito Junco, Víctor Manuel Mendoza, Carmen Montejo y Andrés Soler en la película “Bamba” (1949).

Faltaban solo unos meses para que hiciera la inolvidable escena del patio de vecindad en la que Tin Tán le canta un clásico de Los Panchos: “Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca…” (El rey del barrio, 1950).

Al volver de la primaria, los niños de mi generación encontrábamos siempre en la televisión una película de la Época de Oro. Las pasaban a la hora de la comida, o un poco después. Era un curso intensivo, que se prolongaba durante años, de cine mexicano. Uno terminaba conociendo a todos los actores, a todos los directores, a todos los guionistas, e incluso a los encargados de la edición y del sonido.

Ahí, Silvia aparecía con Cantinflas en “Puerta joven”, en “El amor no es ciego”, con David Silva, en “La marca del zorrillo” y en “Me traes de un ala” con Tin Tán, en “La estatua de carne” con Miguel Torruco, en “Doña Mariquita de mi corazón” y en “El casto Susano” con Joaquín Pardavé, en “Un rincón cerca del cielo” y en “Necesito dinero” con Pedro Infante, en “Yo soy muy macho” con Abel Salazar.

Pero en realidad, la revelación vino una tarde que no olvidaré jamás. Cuatro actores lograron una de las cintas más logradas e intensas del cine mexicano que yo había visto hasta entonces: “Un extraño en la escalera”, dirigida en 1954 por Tulio Demicheli.

El reparto era para poner a temblar a cualquiera: Arturo de Córdova, Andrés Soler y el inmenso actor José María Linares Rivas. Pero al parecer, Pinal los puso a temblar a ellos. Surgió en ella una naturalidad, una sensualidad desbordada que no había aparecido en actuaciones anteriores y al mismo tiempo un temple actoral que la puso al tú por tú con De Córdova —otro de los que cayó a sus pies, completamente rendido.

Fue la película que la lanzó al estrellato. Había que ponerse de pie cuando ella aparecía en pantalla. Y cuando todo terminaba, invariablemente se llevaba uno en la memoria algo suyo. Su mirada, su risa, su simpatía, su belleza. Quedaban grabadas, también, canciones, bailes, diálogos. No sé por qué recuerdo este:

“Dime qué es lo que quieres que haga por ti. No importan los imposibles”.

“Nada nuevo, quiéreme, nadie puede hacer más. Ah, y sé bueno”.

La alegría contagiosa del baile con Pedro Infante en “El inocente”, su cachondez al bailar a go gó frente a un pétreo Enrique Rambal en “Estrategia matrimonio”, la manera en que Silvia atraviesa como volando el escenario en “Mi desconocida esposa”…

La vi por primera vez en aquel exitoso programa que hacía al lado de Enrique Guzmán: “Silvia y Enrique”. La volví a ver una y otra vez en la televisión, hasta que no quedaba nada de la Silvia original, y en la que se cumplía, año tras año, el viejo pacto con Azcárraga.

Preferí siempre a la otra. A la Silvia del cine. La de “Un extraño en la escalera”, la de “Simón del desierto”, la de “Viridiana” y “El Ángel Exterminador”…

Cinéfilo irredento, agradezco aquel entrañable patio de vecindad, lleno de escaleras y macetas, al que debemos, se podría decir, que ella haya existido.

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