El domingo 18 de noviembre de 1945, los integrantes del Escuadrón 201 llegaron a la estación de trenes de Buenavista después de haberse convertido en la única unidad militar mexicana que había combatido en el extranjero. Miles de personas estaban esperándolos. Los diarios habían ensalzado, a través de la propaganda de guerra, e incluso de notas inventadas, la labor patriótica de las Águilas Mexicanas en las batallas de Luzón y Formosa.
Los expedicionarios mexicanos avanzaron hacia el Zócalo, bajo una tormenta de confeti y entre los arcos triunfales. Fue un día extraño en la Ciudad de México: en las calles, la gente estaba histérica. Lloraba, gritaba, “rompíase las manos de tanto aplaudir. Se agolpaba en el Zócalo sin que nadie la hubiera llamado, como solo ocurre en los grandes días”.
El presidente Ávila Camacho recibió la bandera mexicana de manos del coronel Antonio Cárdenas: “Cumplimos con nuestro deber. Entrego a usted la bandera intacta”, le dijo. “Han regresado con gloria… y en estos momentos, en esta histórica plaza, reciben la gratitud del pueblo”, respondió Ávila Camacho.
Las viejas fotografías, en la primera plana de los diarios, resultan elocuentes. A los miembros del escuadrón, la multitud les arrebató las gorras, las insignias, trozos del uniforme —como ya había sucedido en la estación de trenes de Monterrey, durante el largo, apoteósico regreso desde Los Ángeles.
Entre aquellas Águilas adoradas aquel domingo por la multitud se hallaba el sargento primero de Transmisiones César Maximiliano Gutiérrez Marín, que el pasado 3 de mayo murió completamente olvidado en la Casa Hogar para Militares Retirados de Jiutepec.
En un libro de 2024 (Los últimos héroes, editado por Debate), Gustavo Vázquez Coronado relató el final de algunos de los sobrevivientes de la guerra del Pacífico: el jefe del Escuadrón 201, Radamés Gaxiola, murió piloteando un avión en 1966, en Acapulco. Lo mismo ocurrió con José Luis Barbosa Cerda: la nave en que viajaba como pasajero se desplomó en Yucatán. Ángel Sánchez Rebollo piloteó el avión presidencial durante cuatro sexenios. Carlos Garduño fue jefe de pilotos del Banco de México.
El resto de la fuerza, integrada por 300 hombres, se extinguió, sin embargo, en la oscuridad. Miguel Alemán inauguró en 1946 el monumento dedicado al Escuadrón que está en el bosque de Chapultepec, pero no envió al Escuadrón al Desfile de la Victoria en Londres, donde marchó la mayor parte de los Aliados. A los historiadores prácticamente no les interesó la aventura mexicana en el Pacífico. Al cine un poco: apenas se habían quitado los expedicionarios sus uniformes, cuando se estrenó una película de Jaime Salvador, protagonizada, cómo no, por Sara García, Domingo Soler, Fernando Fernández, Gustavo Rojo y Pedro Armendáriz (malísima, por cierto), que narraba, desde la fantasía de don Jaime, supuestos hechos de armas perpetrados por el Escuadrón.
En México se llegó a decir que el 201 nunca había salido de Estados Unidos, que todo era una mentira para ocultar el ridículo que había hecho Ávila Camacho al lanzar una declaración de guerra que Hitler nunca se dignó contestar.
Vázquez Lozano propone que al primer presidente no militar de México, Miguel Alemán, no le interesaba verse rodeado por la nueva generación de jóvenes militares del Escuadrón 201, en momentos en que la prioridad política era apagar a toda costa las ambiciones políticas del Ejército y de los viejos revolucionarios.
Al 201 le dijeron de todo. Que había llegado a Filipinas horas después de que Hitler se suicidara en su búnker (mayo de 1945), cuando para las potencias del Eje la guerra ya estaba perdida y Manila había sido liberada. Que había participado en escaramuzas sin importancia y que más bien sus integrantes habían sido simples mecánicos y cocineros de los verdaderos combatientes: los hombres del general McArthur.
El gobierno mexicano les dio por ahí una medalla, le puso el nombre del Escuadrón a alguna colonia y a alguna primaria, y en el mejor estilo nacional, le dio rápidamente vuelta a la página.
La despedida del 201 había sido legendaria: madres, novias, llantos, Las Golondrinas. En el campo de entrenamiento de Estados Unidos, el grupo se vio rodeado de escándalos de indisciplina: borracheras, prostitutas, peleas a golpes y a tiros. Pero llegado el día, le tocó barrer desde el aire, en pesados armatostes que en 1945 ya estaban pasados de moda —los T-47 Thunderbolt—, las posiciones que las tropas japonesas, un ejército suicida, seguían manteniendo en el archipiélago de las Filipinas. A algunos de ellos se los tragó el mar. Otros se estrellaron. En resumen, lanzaron más de 1,500 bombas ante un enemigo tan aferrado, que el último soldado japonés se rindió en 1974, después pasar casi 30 años escondido en la selva.
Cinco de ellos no volvieron. A los otros, México los olvidó.