Me conmueve el tránsito de Vargas Llosa al inescrutable más allá. Lo estimé mucho. Alguna vez narré cómo y cuándo lo conocí, y lo rememoro ahora en homenaje.
Ocurrió en 1971, cuando él tenía 34 años y yo había cumplido 21. Me había interesado en el teatro de muchacho, en Monterrey, y un grupo universitario local, a saber por qué, resultó invitado al “Festival Internacional de Teatro” en Manizales, Colombia, donde durante una semana una docena de grupos celebraría la solidaridad de las juventudes latinoamericanas liberando pueblos variados.
Y ahí estaría Vargas Llosa, que iba a dar una conferencia que me interesaba mucho escuchar, lector que era de sus novelas. No pudo hacerlo.
Los reineros íbamos a montar una pieza de Jean Anouilh, Antígona, que narra la crueldad del rey Creón hacia una muchacha desobediente, empeñada en enterrar con dignidad a su hermano muerto, cuyo cadáver, por orden del rey, debe quedar insepulto. La pieza de Anouilh, que encomiaba la resistencia juvenil contra los nazis durante la ocupación de Francia, fue adaptada por nosotros para ilustrar al México de 1968, cuando los jóvenes decidimos desobedecer a Díaz Ordaz.
Estábamos bastante ufanos de nuestra puesta en escena, pues el drama de Antígona se ilustraba con fotografías de la matanza de Tlatelolco y cada vez que hablaba Creón poníamos fotos de Díaz Ordaz. Nuestro fracaso fue absoluto. A la mitad de la representación, la juventud latinoamericana la silenció a gritos: éramos una bola de burgueses traidores a Emiliano Zapata. En la posterior mesa redonda hubo consenso en que nuestra obra no era contestataria sino reaccionaria porque no denunciamos a las dictaduras latinoamericanos ni celebramos la de Fidel Castro, que no era dictadura gorilesca sino dictadura mona.
Desde que Vargas Llosa entró al escenario, la juventud latinoamericana lo abucheó como a un dictador. Había recién ocurrido el tristemente célebre “caso Padilla”, el poeta cubano acusado de contrarrevolucionario y agente de la CIA, que incluyó arrestarlo junto a su esposa embarazada y lo forzó a una “autocrítica” que incluyó declararse traidor. Y la juventud latinoamericana decidió a gritos que Vargas Llosa era su cómplice.
En abril de 1971, el Pen Club de México publicó una carta de protesta que firmaron Octavio Paz, José Revueltas, Juan Rulfo, Carlos Pellicer y Gabriel Zaid, entre otros (luego se sumarían José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis). En mayo apareció otra carta, en París, firmada entre otros por Italo Calvino, Jean-Paul Sartre, Marguerite Duras y Susan Sontag. Esa carta comenzaba diciendo: “Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera...” La respuesta de Fidel Castro, ese Creón cacofónico, fue inmediata y famosa: “¡Para hacer el papel de jueces hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad, escritores de verdad, poetas de verdad!”
Vargas Llosa había firmado la carta de París, por lo que el tribunal instantáneo de la juventud latinoamericana lo declaró “agente del imperialismo” y lo remitió lleno de insultos al famoso “basurero de la historia”. Los otros participantes —algunos pope-poetas ortodoxos con boinita che— no disimularon su satisfacción. Con gesto resignado, Vargas Llosa abandonó el escenario mientras la juventud latinoamericana feliz coreaba: “¡Elarte-sunarma-delarevolución!” y luego improvisó un mitin de desagravio al rey Fidel, aún insepulto.
Al día siguiente me topé con Vargas Llosa. Estaba en el lobby de su hotel. Vencí mi timidez y le dije cuánto me gustaban sus libros y que me apenaba la forma en que había sido tratado.
Me dio la mano y las gracias por leerlo.