He escrito largamente, en otras partes, sobre el raro placer de viajar en ferrocarril, esa larga palabra que incluía su efecto de sonido y cuya enunciación, a veces, también su descarrilamiento. Inumerables veces viajé en esas sonajas sobrevivientes del Porfiriato, el único transporte que incluía el museo ambulatorio de sí mismo.

En las estaciones, las locomotoras ya no parecen una duquesa anciana que orina cada vez que se detiene, como escribió Ramón Gómez de la Serna. Ya no hay entre un vagón y otro el acordeón que tocaba siempre el mismo tango... ¿quién escribió eso? Ya no habrá amoríos como los que se dieron entre los trenes y algunos altos poetas como Neruda, para quien un tren era “oruga, susurro, animalito longitudinal”, y que le daba rango metafísico al proponer que los pasajeros en los trenes vamos, simultáneamente, dormidos y despiertos.

Y es que el viaje en el tren depura la noción del desplazamiento hasta convertirlo en cosa secundaria, en un objetivo irrelevante. Tratándose de una criatura antediluviana, con carácter más de organismo que de máquina, el tren poseía una rara sensación de estar suspendido en la historia.

Yo amaba el vagón pullman con sus camerinos suficientes, como una matriz bruñida que amparaba la lectura y duplicaba la sensación de ensueño. Nada faltaba en esos ocho metros cúbicos: la ventana, la cama y el retobado espejo. Un corpúsculo hermético que suscitaba la impresión de una completud bamboleante. Había en el camerino algo que Roland Barthes llama “la obsesión de la plenitud”, la misma que movía al capitán Nemo en su submarino, el Nautilus: “no cesaba de poner últimos detalles, de amueblar su mundo, de completarlo hasta la plenitud del huevo.” Barthes leyó en esta compulsión de Nemo una alegoría del enciclopedismo y del análisis burgués: reducir y poblar todo en nombre de la comodidad. En el camerino, Nemos terrestres, los viajeros sentíamos que el traslado era una forma de la quietud, dueños circunstanciales de un espacio apartado del hostil afuera. Era un viaje interior, pero de una interioridad exclusiva del tren, esa que, contagiada de su cerrazón y su certidumbre paralela, fomentaba la sensación de ser y estar aparte.

Los cadáveres de los camerinos se pudren hoy en los cementerios de trenes en las afueras de las ciudades. La corrupción y la torpeza administrativas, en connubio con la utilitaria demagogia sindical, le agregaron al tren el lastre de un vagón imbécil de ruedas cuadradas que lo frenó hasta que Zedillo no tuvo otro remedio que reaccionar. No fue él quien detuvo al tren. Los administradores bandidos y el descomunal sindicato —con su infaltable, folclórico y multimillonario líder perpetuo, que se llamaba Gómez Z.— fueron los que lograron detenerlo. Sus émulos y herederos procuran hoy hacerle lo propio a PEMEX: no importa que sea un desastre, lo que importa es que sea nuestro desastre. Ese extraño placer que deriva de ser al mismo tiempo el matón torvo y el deudo gimoteante.

La agonía de los trenes de pasajeros fue larga y penosa, una prolongada embolia revolucionaria e institucional. Llegaron a cambiar su nombre a Ferrocarriles Nacionales de México en Liquidación (FNML), apelativo ominoso pues no quedaba claro qué era lo liquidable, si los ferrocarriles o la patria, o ambos dos, hasta eventualmente acabar bufando en populosos cementerios de chatarra.

¿Sucederá lo mismo con su traducción al maya? Ojalá que no, pero...

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