Sigo intrigado por el renovado culto a la grandeza nacional que el supremo López Obrador, el mejor presidente del mundo, le heredó a Claudia Sheinbaum cuando declaró que iba a ser la mejor presidenta del mundo.

Hace unos días, frente a los gobernadores y alcaldes de México, transida de emoción y con voz emocionada, la presidentA nos hizo saber que “somos un país extraordinario, el mejor del mundo”. Y la razón es obvia: porque México hospeda “a un pueblo extraordinario, el pueblo de México, que es el mejor del mundo.” Y agregó, dando a entender que ese juicio, lejos de ser arbitrario, era el resultado de un prolijo análisis lógico propio de su formación científica: “Podemos presumirlo”.

Vaya que podemos presumirlo. Me hizo recordar ese momento definitorio en el que, en la suave tierrita del alma infantil, a los niños mexicanos se nos siembra el mito de ser lo mejor del mundo. Nuestra Constitución era la mejor del mundo. Nuestro Himno Nacional es el mejor del mundo, sólo por debajo de La Marsellesa, lo que se agregaba para darle al asunto un poco de verosimilitud y demostrar de pasada que nuestra modestia también es la mejor del mundo.

Luego se desataba la retahíla: el Papa (no importa cuál) ama a México más que a ningún otro país del mundo. Los soviéticos enviaron a sus científicos a estudiar a los mayas antes de aventar su Sputnik. El Estadio Azteca es el mejor del mundo. Los pilotos de Mexicana de Aviación son los mejores del mundo. Los ositos panda sólo se reproducen en México. Y así sucesivamente. Son mitos sin concurso previo ni comparaciones; se propalan desde la mera, imperiosa, necesidad de creerlos, desprendidos de una autoridad tan alta que sería ofensivo pedir más datos. Somos lo mejor del mundo porque lo dicen El Supremo y la presidentA, y punto. Desde luego, se entiende que esta mitología no está exenta de un cierto complejo de inferioridad, como argumentó Samuel Ramos hace 100 años. Que son compensaciones ficticias de deficiencias reales o que, ultimadamente, son pura bravata.

Lo intrigante es cómo se amplifican de poco tiempo acá. A diario se insiste en que tenemos razones de sobra para celebrarnos y cantarnos a nosotros mismos. Que todo está en orden. Que la única actitud meritoria es la de acudir a los corrales donde se ordeña del bienestar social y mostrarnos orgullosos en lo general y en lo particular.

A últimas fechas, a la presidentA le ha dado por proclamar que los trabajadores mexicanos que tuvieron que emigrar a los Estados Unidos “son los mejores del mundo”. No parece importarle mayor cosa que tal proclama entre en conflicto con la consecuente, lógica pregunta: si son los mejores del mundo, ¿por qué tuvieron entonces que emigrar a los Estados Unidos? La respuesta implicaría reconocer que si tuvieron que emigrar es porque nuestro sistema social y económico no es el mejor del mundo o, peor aún, porque el sistema de los narcos sí lo es.

La presidentA agita la maraca de las vaporosas ilusiones, mucho menos perecederas que las evidentes atrocidades y putrefacciones cotidianas. Los mexicanos celebramos unidos nuestra grandeza y quien no lo haga arriesga ser fusilado. Vivimos en el mejor de los países posibles. Y si llegara a haber un concurso de pánico ambiental también quedaríamos en segundo lugar.

Por lo pronto, el MoReNa, que es el mejor partido-movimiento del mundo, ya democratizó el poder judicial, con tal grandeza que le va a enseñar cómo hacerlo al resto del mundo, que se convertirá así en el mejor mundo del mundo.

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