Admiro mucho a Alejandro Magallanes, artista, diseñador gráfico y hasta poeta, en la tradición de los caligramas y los carmina figurata, que unen a las letras y a las imágenes con ingenio y pericia, como en su libro formidable, Retrato de un poeta contento, compendio de humor irreverente y alegría sorprendida: un ingenio lúdico y particularmente fresco.
Alguna vez anoté que Magallanes es un creador particular: perito del sacapuntas, torturador de la tipografía, encargado de una carabela —la de su imaginación— que navega mares de papel y mermelada, olas de grafenberg y litorales de grafito. Es un creador vertiginoso y desaforado, autor de chispas geniales, como cuando escribe que la letra a es una letra d, pero impotente; o de greguerías impecables como “una corcholata es una botella circuncidada”; o de revelaciones tan originales como convertir la palabra BLANCO en una perfecta cifra semántica y gráfica a la vez que se escribe así: BL NCO. El tipo de genialidad que invoca la pregunta ¿cómo no se nos había ocurrido antes? Y a la capacidad para descubrir continentes inauditos: el último, el libro que hizo en colaboración con Tedi López Mills, poeta superior: No me voy a ir/I Will not Leave, que publicó en 2023 la Editorial RM de Barcelona.
Muchos escritores publicamos en la Editorial Almadía sobre todo para descubrir, azorados, la portada que le asestaría Magallanes a nuestras ocurrencias: es el primer lector del libro y sus portadas cromográficas son la primera crítica que ameritan.
A mí me ha tocado un par de veces que decore con su ingenio rojo recopilaciones de mis escritos verdes. El primero fue Viaje al centro de mi tierra, que apareció en 2011 y luego, en 2018, Toda una vida estaría conmigo: dos títulos con los que, sin yo advertirlo aún, ya procuraba sincronizarme con el humor suyo.
En el primer caso hizo una roja portada rotunda: la horrorífica cara del horrible Tonatiú que, en el centro del calendario azteca, saca la lengua/cuchillo para despojar al lector/víctima de su corazón inútil. El título y la firma llenaban la lengua negra. La analogía era drástica: un escritor es un diocesillo cuya lengua/escritura desea provocarle un ataque cardiaco al conjetural lector.
En el otro libro también domina el color rojo, esa música sorda para los ojos mudos. Pero esta vez —sobre un dibujo que protagonizan mi otro tú y mi otro yo, caminando hacia la nada— las palabras llenan la portada con la típica caligrafía Magallanes, entre pueril e ingrávida, como una señorita Palmer flaca y rencorosa, sometida avejaciones; y esas mayúsculas serif con sus patines algo autoparódicos, que parecen disputarse el espacio como si se hubieran declarado una guerra psicológica.
No hace mucho resultó que habría de reaparecer una novela que escribí hace años y reescribí hace poco, El dedo de oro, que recién publicó la editorial DEBOLSILLO. Casi en broma, le pedí a Alejandro que le asestara una portada. Y así en broma, en media hora activó una de esas cosas de inteligencia artificial y le extrajo un dibujo graciosísimo del “líder de hombres” Fierro Ferráez, con su puro y sus lentes oscuros bajo la corona del Popocatépetl.
En fin, que celebro la amistad y el ingenio de Alejandro Magallanes y me honra haberle sido un pequeño Pigaffeta en esas ocasiones. Los 20 años de portadas y otros diseños se pueden visitar toda esta semana en la Casa Universitaria del Libro en la Colonia Roma.
Recomiendo dejarse sorprender.