Pululan en el reciente discurso del gobierno y sus sicofantes las estrepitosas loas al “derecho a la verdad de nuestro pueblo”. Es un derecho tan grande que ya hay incluso un “Día internacional del derecho a la verdad”, simpática ocurrencia con ribetes orwellianos. (Y sí, claro que es un derecho, sobre todo cuando está de por medio explicar y explicarse cosas tan atroces como los crímenes colectivos.) El problema radica en que, una vez santificado el “derecho a la verdad”, el gobierno se apropie de un derecho superior: el de definir en qué consiste esa verdad, algo complicado que da origen a ideas como “la verdad verdadera” o a discursos como “lo verdaderamente real”, pues la Verdad no es lo mismo que lo creíble, lo verosímil, lo cierto, lo seguro, lo irrebatible, etc. Lo que nunca será la verdad en todo caso, para bien y para mal, es “incuestionable”.

La palabra más delicada de la frase es el posesivo “nuestro”. ¿Es verdad que el pueblo es “nuestro”? Esa apropiación de algo tan vasto y variado ¿es verdaderamente verdadera?

Cada día es más clara la voluntad del gobierno de monopolizar la “verdad verdadera”. Cada día más el gobierno alude a la madurez de “nuestro” pueblo que exige Verdad a la vez que le impone las razones para aceptar que esa Verdad es la única verdadera. Pocos países ostentan un gobierno para el que la Verdad es propiedad de “nuestro” pueblo, con la única condición de que el pueblo sea maduro o viva de dádivas, lo que quizás es más creíble. Hay pueblos que aman tanto a la Verdad que se caen de maduros, siempre y cuando (parodiando a Pellicer) sean verdaderamente morados, o por lo menos guindas. En cualquier caso, “Nuestro” pueblo exige Verdad, y el generoso gobierno se la dispensa. Un libre mercado de la Verdad en el que la madurez es la moneda dadivosa y las “mañaneras” la Bolsa de Valores.

Claro, decir que “un pueblo maduro tiene derecho a la Verdad” supone saber qué es la Verdad y qué la madurez y aún, en caso de ser necesario, hasta qué es el pueblo. Saber cuál es la Verdad corresponde al gobierno en tanto que emanado del pueblo, lo mismo que detectar su grado de madurez, lo mismo que (a partir del 1 de septiembre) dictar qué es el derecho. Y al gobierno corresponderá saber qué es el pueblo, al que siempre confundirá con lo que emana del gobierno.

Hecho esto, el gobierno localiza verdades que comunicarle a “nuestro” pueblo. Como sabe que es un pueblo ansioso de verdades, activa a sus siervos encargados de detectarlas. Cuando esos siervos ven algo con apariencia de Verdad, lo atrapan, lo miden y lo pesan y redactan un acordeón para que “nuestro” pueblo lo haga verdad oficial y los sicofantes lo glorifiquen.

Un sociedad madura debe pagar el precio de la Verdad, pues fortalece a la Constitución, vigoriza a la democracia, insufla a la libertad de prensa, nutre la separación de poderes, proteiniza la austeridad, oclusiona el enriquecimiento ilícito, limpia el pasado, alerta contra el porvenir, sanea el lenguaje y, en una palabra, moreniza la madurez general.

Hay sin embargo un problema: ¿en qué medida la madurez de un pueblo guarda proporción con su capacidad para conocer la Verdad, lo que lo hará más maduro y, por tanto, más ávido de Verdad? Se corre el riesgo, así, de engendrar un círculo vicioso, una adicción a la Verdad que aumente su demanda, haga subir su precio, genere un mercado negro, fomente su cultivo ilegal en plantíos clandestinos y propicie un huachicol de la Verdad.

Lo único bueno es que dictaminar si una Verdad es verdadera o mentirosa dependerá sólo de los datos protegidos del gobierno, que es en lo que estamos.

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