La inacabable batalla contra la lonja nacional, ritualmente relanzada por la Presidenta, ha sido ganada por la Patria prudente. De acuerdo con el secretario de Educación Pública, Mario Delgado, el combate contra los alimentos chatarra lanzado apenas en marzo, ha logrado ya que “el 86 por ciento de los y las alumnos de más de 85 mil escuelas de educación básica y media superior en México, reportaron que ningún día han comprado alimentos o bebidas con sellos de advertencias en su empaque.” El triunfo es total.

(Otro triunfo simultáneo es, desde luego, que la SEP munífica haya logrado, en apenas 150 días, levantar tal encuesta a 35 millones de pupilos, 10 millones de los cuales ya cargan obesidad pero han prometido no pecar más.)

¿Lograremos enflacar? Misterio. La última vez que escribí sobre el asunto mostré escepticismo: nuestro país es esférico, concluí, y así seguiremos dadas las estadísticas sobresaturadas de azúcar, de fructosa y galactosa. El/la mexicano/a promedio es un planetoide que órbita alrededor de la torta de tamal. Bañado en la fritanga crepitante, hinchado de colesterol tricolor, entona a diario su himno a la caloría: escucha hermano: hay tamales oaxaqueños.

Quién habría pensado que muestra noble raza cambiaría a Quetzalcóatl por el benzoato de sodio. Quién que el musculoso indígena lleno de bíceps que fantasearon los muralistas culminaría en un adverso realismo socialista: el globo de manteca. La grandeza mexicana acabó en gordura mexicana.

¿Seré el primero en evocar —en este tradicional debate de la caloría— aquel viejo ensayo de Salvador Novo: “Los mexicanos las prefieren gordas”? Lo escribió cuando llegaba a México el culto de la esbeltez, se explicaban las ventajas médicas y psicomotrices del “corpore sano” y la gimnasia y la eugenesia diseñaban a la raza del futuro. Pero el mexicano se vio en el espejo y vio que era convexo (no el espejo: él). “En pocos países asume la lucha femenina contra la obesidad caracteres mas angustiosos, ni tan estériles, como en México,” escribe Novo. Lo atribuyó a que el cine norteamericano promovía como ideal a las flacas que el compatriotaje miraba en la pantalla mientras comía chicharrones.

Novo convocó a la mujer a no que no traicionase “su idiosincracia latina por adquirir una sajona” y que persistiera gorda, pues estaba históricamente probado que preferimos a “las camaradas rollizas y muelles”. Evoca a Ángela Peralta, que trinaba como pajarito pero era tan rechoncha que se casó tres veces. Evoca también a Samuel Ramos, pero descalifica su veredicto sobre nuestro complejo de inferioridad pues, según él, nuestro único complejo real es el de Edipo, pues veneramos a las madres en cuyos cuerpos “los oleajes adiposos reanudan su pleamar” y, por imitarlos, los convertimos en condena hereditaria.

Su argumento final es incontestable: en las carpas y teatros sale una chica que canta y baila, pero nadie la aplaude. “Sigue luego la aparición de una sirena cuarentona, verdadera ballena de gelatina. El auditorio enloquece. Su canto es una canción de cuna morbosa para todos. Los jovencitos piensan en su mamá, los políticos prósperos la miran como la cima de sus abundantes aspiraciones. Y de sus alaridos podemos concluir que mediante anticipaciones indefinibles, pero no irrazonables, los mexicanos las prefieren gordas”. Una secreta aspiración de que todo cuerpo —empezando por el propio— sea tan redondo como una opulenta teta nutritiva.

La idea se confirma hoy. Detrás de la fritura y el buñuelo, del churrumáis y la quesadilla, la papa y el cuerito, el nacho y la Cola, lo único que enflaca son las estadísticas. Nada que hacer.

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