Fue graciosa la ceremonia religiosa en que la vigilante de la Constitución que santifica a la Patria como una muchacha laica, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), procedió a defenestrarlas poniéndose de rodillas bajo una nube de copal, esa cosa que la pobre Coyolxauhqui usaba como desodorante.

Revivir dioses difuntos es un fervor que emparenta con el romanticismo del XIX, que se puso a revivir teologías caducas para defenderse de la orfandad religiosa en que la dejó la ilustración racionalista, laica y teofóbica. Heine y Hölderlin describieron a los dioses en su exilio, a Apolo cuidando vacas y a Baco bebiendo cerveza en vez de ambrosía, todos perdidos en el mundo moderno, cargados de cuitas y castigados por la indiferencia humana. Lo mismo el obvio Nietzsche, Wagner o el divino Novalis quien sintetizó el dilema diciendo que “donde los dioses han muerto, nacen los fantasmas”. Todos ellos convirtieron a Europa en un nuevo Olimpo donde reñían los dioses “positivos” con los destructores: el cachondo Eros y el culto Apolo contra los salvajes Dionisos y Ares, etc.

Lo que hizo la exlaica SCJN en su humeante ceremonia fue imitar esas ideas colonialistas, eurocéntricas, blancas y, en suma (como dice el dios del Poder, Kratos) “rajitas, fajitas y clajitas”. Es decir, revivir fantasmas como Quetzalcóatl —emblema creativo, tolerante y bondadoso— para subirlo al ring contra Huitzilopochtli, matón, antropófago y mal pedo, para decirlo en términos científicos de punta.

El reciclaje de dioses caducos tuvo un genial exponente en México, el modernista José Juan Tablada, quien hace justo 100 años, en 1925, publicó La resurrección de los ídolos, una novela trabucada que imagina en el México revolucionario un conflicto entre Quetzalcóatl y los hediondos Tezcatlipoca, Coatlicue y Huitzilopochtli que, eructados por un volcán feroz, como Godzillas con penacho, avanzan entre olas de chapopote mientras surten de mandarriazos y sacrificios humanos a la nacional ciudadanía. Y en medio de ese atascadero, sazonado con terremotos y eclipses y toda la utilería, el cráter escupe al descomunal monolito de Tezcatlipoca que agarra y revive y, en un golpe de lucidez, decide liberar a México imponiéndole un nuevo líder histórico... Asumía así Tablada el distópico liderazgo de un Movimiento de Regeneración Quetzalcoatlista (que repercutió por cierto en otro López, el Portillo) y que ahora parece renacer en el Zócalo, graduando dioses de magistrados en un tianguis simplón de protofascismo nacionalista, politeísta y anti-occidental, disfrazado de uso y costumbre.

La novela, claro, es un batiburrillo del mestizaje y los sinsabores aledaños, la identidad tembleque, los complejos históricos, la duda entre amar a la diosa europea o a la diosa mexicana, el arqueólogo estupefacto, el sociólogo pasmado, que irá a dar hasta otra novela, La región más transparente de Carlos Fuentes.

La nostalgia de los dioses arcaicos, en fin, es otra imposición de la cultura europea blanca, patriarcal, cristiana, falocrática y decadente de la que va a regenerarnos Quetzalcóatl una vez que acabe de resucitar. Ojalá que le atinemos y que no vaya a haber un error en la grafía (como decía Borges) que reviva a Tezcatlipoca.

Lo mejor. claro, sería que resucitara Temis, la diosa griega y ciega con su balanza imparcial; la diosa de la Justicia y las Leyes, esas que la SCJN ya violó al abandonar el laicismo esencial. Esa misma diosa Temis que los romanos llamaban la diosa Justitia, nombre que en el México de hoy una candidata a ministra convirtió en apodo electoral: Justita...

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