Observé el otro día una de las muchas celebraciones que al actual gobierno le gusta organizar para abrir la llave del agua en Chicomualco de Comonfort, inaugurar la escuela de Macahuácan de Zapata o poner la primera piedra en la farmacia de Tlixcayúcan de Portes Gil. Es esencialmente lo mismo que se hacía desde 1930: el conglomerado social frente al presidium omnipotente donde se exhiben los Dadores del Bienestar.

En el presidium hay una docena o dos de sillas que, durante hora y media, hospedarán los esfínteres de funcionarios, autoridades, gobernadores y líderes natos del pueblo. Y enmedio de ellas, reverencialmente vacía, LA SILLA reservada para el posadero ejecutivo.

Una evidente novedad de estas celebraciones deriva, me parece, del hecho de que el poder ejecutivo esté ahora en manos de una mujer con A. Antes el presidium estaba sobresaturado de revolucionarios bravíos y generalmente malencarados, algo pasados de tonelaje, con corbatas de colchoneta y mofletes rebotantes que, cuando se manifestaba el presidente se cuadraban, listos para sacudirle la mano mandataria en señal de lealtad, o para ejecutar el abrazo consistente en palparle las lonjas durante unos segundos. Pero a nadie se le hubiera ocurrido darse de besos, pues habría ameritado paredón inmediato.

Ahora no. Supongo que por tratarse de una dama, los y las celebridades del presidium sonríen con empática ternura, extienden los brazos rechonchitos, adelantan el visaje (jeta o rostro o lo que suceda primero) y lo mandan en misión exploratoria hacia el rostro de la Patria, es decir, al cachete de la presidentA, que no tiene más opción que resignarse al encontronazo, al desigual combate entre su huesito cigomático y los mofletes botóxicos de la gobernadora o la epidermis dudosamente higiénica del valiente líder del Nacional Senado.

Es evidente que a nuestra presidentA le irrita el ritual. Y no se diga a los espectadores, obligados a que los locutores canten los nombres de 18 guías del bienestar que tienen que pararse, quebrar con gracia la cintura, alzar los brazos con calidez, avanzar el frontispicio para incluirse en la fila de tetratransformantes que, uno por uno, intercambian con la Patrona carantoñas del bienestar, parando la boquita (o en su defecto el hocico, o en su defecto la almohada llena de bótox) lanzando el chasquidito y untándole un plato Petri con tanto de salivita llena de amibas o parásitos autobiográficos, y rociándola de pasada con los efluvios de su loción de macho, o bien del perfume rajanarinas hinchado de camelias de hule propio de las damas. En fin, un catálogo de hedores y virus que se le va a quedar colgando del cutis, durante todo el día, a la Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, cubriéndola de gloria.

Y luego la presidentA, escuchará alabanzas, más pegajosas aún que los aromas, durante media hora; y luego deberá dirigirse a su púlpito para ofrecer alabanzas al Pueblo y al nacionalismo, y para anunciar ante el Pueblo la distribución de eso que le ha dado por llamar “el recurso”: ya les va a llegar su recurso, se distribuirá el recurso, a nadie le faltará el recurso...

Y el Pueblo agradecerá el recurso, gritándole una y otra vez “¡PresiDENta, presiDENta!”, como si no lo supiera, para luego irse en paz. No como ella, que al terminar el discurso mira en el presidium a sus camaradas que ya preparan las bocas, las dos bocas, las muchas bocas del bienestar para asestarle más besos y más amibas y más olores de perfume, o crema o crematorio, y así agradecer la llegada del recurso.

Pobre.

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