Esto de la abogada declarándose “la ministra del pueblo” y aún exigiendo que así se le registre en las boletas electorales ha sido gracioso. Es como legalizar el epíteto y el derecho a ostentar una identidad putativa. Como santificar el mote por la razón y el derecho, como lo exige el humanismo mexicano.
Quizás la abogada no se da cuenta de que ameritar un sobrenombre o epíteto (o para el caso, apodo, mote o remoquete) supone encarnar una serie de atributos de tal manera abundantes que no permitan otro recurso. Pero un sobrenombre no se procura ni se solicita: es la colectivización de un prestigio (o de un vicio o defecto), pero no una voluntad personal; un mérito (o demérito) abrumador, pero no una orden impuesta, y menos por los tribunales.
Y sin embargo, la abogada ordenó que su apetito político se convirtiese en epíteto onomástico. Es curioso que la ministra pretendiese formalizar un apelativo por definición informal. Si a Sor Juana le decimos “Décima Musa” es no sólo porque antes hubo nueve, sino porque con las nueve podía competir su talento personal. Nunca ordenó que su literatura estuviese firmada no por Juana de Asbaje sino por “La Décima Musa”.
Si alguien proclama “yo exijo ser la Ministra del Pueblo” lo que hace es reconocer que no lo es y que anhelarlo ya incluye las razones para no serlo jamás, pues es una proclama narcisista, protagónica, retacada de aspiracionismo, conducta adversa al humanismo mexicano y a la sencillez popular que, paradójicamente, desea representar. Y que, de no dictaminarse así, apelará a las leyes y reglamentos, las fojas y los folios, hasta que se sacie su apetito de ser lo opuesto al pueblo. Y así activó convertir su quijotada en querella judicial, una que habría sido gracioso que llegase a la Suprema Corte antes de que llegase ella.
A mí en lo personal me habría parecido bien, pues la “Ministra del Pueblo” es graduada ni más ni menos que de la Universidad Humanitas, aunque ignoro si de su “campus Cancún” (un reconocido centro internacional de estudios jurídicos y constitucionales, aunque sea privado y de paga y no exija presentar tesis).
No se puede ser “la ministra del pueblo” sin antes suponerle al pueblo poseer la necesaria tontería para creer que tal figura es posiblel. Si ministrar significa proveer, lo que hace el apodo (del latin “putare”) es proveerle al pueblo un insulto clasista y racista. Y luego, ¿a cuál pueblo se refiere?, ¿a cuánto pueblo? No una parte del pueblo, supongo, sino a todo, y al que la abogada prematuramente considera de su propiedad. Se trata así de una suposición: la de que el pueblo entero se reunió en libertad y dictaminó que ella es “su” ministra, una supeditación al poder que, en lo esencial, roza el fascismo.
El episodio coincide con la noticia del deceso de una cantatriz llamada “Paquita la del Barrio”. He ahí un epíteto bien ganado. Esta dama aparentemente mereció ese mote a fuerza de expresar los intereses eróticos de cierto sector del pueblo, en especial el de los varones cuyas pistolitas “no disparan nada”, como dice una de sus baladas. Quizás la aspirante a Ministra del Pueblo debería mejor promocionarse como la Ministra del Barrio. Sería más fiel a la realidad, en tanto que el partido-movimiento que se llama MoReNa es, en efecto, un barrio entre otros.
La abogada podría ser la ministra de ese barrio. El problema es que lograse ser ministra de la Suprema Corte, sitio en el que se supone, en teoría, que no hay barrios, sino Patria, ese lugar en el que puede entonarse, emocionadamente, la célebre aria de “Paquita la del Barrio” que se titula “Tres veces te engañé”…