Observo, alelado, que las calles de la Ciudad de México se han convertido en unos embudos por los que miles de motocicletas, convertidas en unos espermatozoides ávidos y trepidantes, se disputan ser los primeros en acceder a las trompas de la nada.
Según estudios perentorios, en 2024 hay 700 mil motocicletas sólo en la CDMX. Es pasmoso. La explicación es que durante la pandemia miles de ciudadanos montaron motocicletas para ponerse al servicio de plataformas repartidoras de bienes y servicios, sobre todo de comida. Ese ánimo encomiable, por desgracia, no incluyó el estudio de las circunstancias adecuadas, como la vialidad o la viabilidad educativa de los motociclistas. Al parecer, el verdadero negocio no ha sido el de los repartidores, sino el de los vendedores de motocicletas y el de, claro, las compañías que les venden seguros.
Esa venta de seguros tiene sentido. Los accidentes que involucran motocicleta son los más usuales. De acuerdo con la Secretaría de Movilidad de la CDMX (SEMOVI) el horror, en efecto, disfruta de alta movilidad. Si según el INEGI el pueblo bueno y sabio se las arregló para causar 377 mil accidentes en 2022, 53 mil de los cuales involucraron moto. Y cada año, aumentan en unos 7 mil.
El sitio web de la SEMOVI abrevia la dimensión del drama: sólo de enero a marzo de 2024, hubo 124 muertos y más de 9 mil lesionados en las calles de la ciudad. 59 de esos 124 difuntos montaban motocicleta mientras que 42 cometieron el error de ser solamente peatones. Ni unos ni otros lo son más. Así es la vida.
La mayoría de los motociclistas (ya difuntos, ya difunteadores) eran varoncitos y damitas jóvenes; la mayoría de “los hechos de tránsito fatales” ocurren en fin de semana y en ejes viales o vías de ”acceso controlado”, donde acostumbran derrapar o chocar contra vehículo, poste o árbol. En resumen, el 45% de las personas muertas o lesionadas al año que cometieron el error de atreverse a salir a las calles, adquirieron ese estado por interpósita motocicleta.
Uno respeta, obviamente, a quienes montan motos para ganarse la vida llevando servicios a quienes se quedan en casa gastando la suya. Lo que es atroz es sufrir a quienes andan en grandes motos prepotentes haciendo ruido por algún apetito anal que, conjeturo, tiene que ver con una idea muy retorcida de la hombría o con la rara metonimia que les dicta que la pedorrera de su cilindraje equivale a la grandeza de sus gónadas, o algún otro obvio trauma infantil. Hordas de pusilánimes (“almas de ratón”, dice la etimología) que luego organizan “rodadas” para autocelebrar sus traumas hostigando a la ciudad entera, que nada hace para impedirlo.
El estrépito y la chillona cacofonía salvaje de aullidos rajatímpanos claramente satisface un básico disgusto con la vida que busca compensación perturbando y aborreciendo a la pobre gente aledaña. Qué rara satisfacción la de esos malformados que recorren las calles despertando bebés, aterrando a sus padres y castigando ciudadanía en general.
Pobres diablos infatuados. Uno sólo de esos semicocos en una fúrica Kakasaki puede desquiciar impunemente a miles de compatriotas: un tipo de autoritarismo contra el que no hay defensa posible.
A lo más que ha llegado la SEMOVI es la implementación (en línea) de la llamada Motoescuela, la Guía del Motociclista y el operativo Seguridad Vial a Motociclistas. Es gracioso. Su pedagogía consiste esencialmente en recomendar usar casco y no llevar niños a bordo. Y quien no acate esas reglas, puede “ameritar depósito vehicular”.