Hizo bien la presidentA Sheinbaum al decir que no se debe censurar un género musical que se llama narcocorridos. Según ella, es mejor educar al pueblo para que no los necesite, que asestarle una prohibición a los autores, intérpretes y al pueblo mismo, para que no quiera cantarlos.

Es la respuesta correcta pues, de cualquier otro modo, podría oficializarse la censura como una atribución del Estado. Claro, El Supremo López Obrador pasó seis años censurando e insultando a sus críticos, así como incitando a sus fieles hordas contra ellos, pero sin “oficializarlo” (aunque hacía sus denuestos paradito detrás del sello del Estado y con dinero y tiempos oficiales).

Sobre el dilema de la censura cultural en México, publiqué un libro en el remoto 2011. Se titula Malas palabras y lo publicó Siglo XXI Editores. En él se narra y analiza cómo durante el maximato, el gobierno despidió de sus cargos en la SEP y luego declaró “reos” a los escritores que hacían un “pasquín inmundo” (igualito que El Supremo): la revista Examen (1932). La violencia jurídica que se desató contra Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Samuel Ramos y Rubén Salazar Mallén obedecía a que habían publicado un relato cuyos personajes decían palabras malas como “chingada”. En realidad, la censura obedeció a que el máximo Calles estaba furioso contra un ensayo de Samuel Ramos que argumentaba que el mexicano sufría “complejo de inferioridad”. Denunciados, los escritores vivieron un infierno de tribunales y abogados que se prolongó por seis meses hasta que un día la procuraduría “se desistió”.

(Esto me recuerda que una vez tuve el honor de ser “denunciado” ante los tribunales por un pobre diablo ducho en leyes por haber escrito que censurar palabras como “naco” —que en lo personal encuentro deleznable, pero irremediablemente viva, como todas— era banalizar la defensa de los derechos humanos y subordinar el diccionario al poder del Estado. Fue un breve infierno de dos semanas hasta que fui “absuelto”, como ya lo narré en “Crónica de una demanda sufrida”, que puede leerse en juristasunam.com).

No sé nada de “narcocorridos”, pero sí entiendo que, desde aquel episodio de 1932, que Monsiváis calificó de “definitorio”, el Estado no debe meterse de censor (como sí lo hacen ahora los acólitos de Monsiváis). Si el Estado se declara el vigilante de la moralidad reconoce que tiene un interés, es decir, que ordena qué formas de pensamiento tolera (aunque sean narcocorridos), pues necesita de su utilidad. Como juzgó Jorge Cuesta, en defensa de su revista y de su libertad de expresión, dictaminar cuál arte conviene al Estado moralista, por más nacional o “popular” que sea, supone subordinarle nuestra moral individual: nuestra libertad.

El leve problema que la presidentA resolvió con básico (no hay de otro) sentido común, consistió en no meterse en un problema que carece de solución. Sólo la educación puede apartar al pueblo de decisiones tan malas como homenajear criminales. Pero esquivar la censura incluye también que el Estado se apropie de la facultad de ordenar a la gente no que diga lo que piensa, sino lo que el Estado quiere que piense, como hacía El Supremo predecesor.

Entiendo que los tales narcocorridos exaltan héroes dizque “populares” que generan o incitan a la violencia. Ante ellos, en efecto, la única alternativa es la educación. Conseguir que amainen los asesinatos en el bravío estado de Guanajuato supone no prohibir que se cante la popular canción “No vale nada la vida”, sino que a la mayoría de los guanajuatenses esa canción les parezca tan ridícula que prefieran no cantarla, sin necesidad siquiera de censura.

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