El actual problema que asedia a la UNAM no es el actual: es el de siempre. Una mala copia de su larga historia de huelgas y paros y tomas. La ficción de que posesionarse de un edificio implica apoderarse de su propósito. En esta ocasión las reivindicaciones son más variadas: de la seguridad y la alimentación a la “destitución inmediata y definitiva de las personas docentes cuya conducta y manifestaciones públicas a juicio de la Asamblea han mostrado una postura abiertamente sionista”. (Es en serio: así lo dispuso el Manifiesto de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.)

Lo que nunca falta es “la Asamblea”. Nunca se sabe quiénes la constituyen pero siempre decreta obra en representación de todos los universitarios, lanza demandas y sentencias a su nombre y como Robespierre exige decapitaciones inmediatas porque, claro, “a juicio de la Asamblea” sólo la Asamblea tiene juicio. En fin, el eterno arenero de Copilco donde los críos debutan en el arte de salvar a la Patria. Otro imperativo desde tiempos de Pablo Gómez y que ya cumplió la Asamblea actual es exigir “democratización”. Democratizado el poder judicial, ¿qué impide democratizar a las universidades? La Asamblea, seguro, tocará muy bien el acordeón.

Si en otros tiempos la “democratización de la UNAM” significaba eliminar “obstáculos” al ingreso, como la gratuidad o el pase automático, la democracia ahora depende de unos posesionarios para quienes la “universidad popular” debe ser apéndice de un “gobierno popular”. Claro, resolver los problemas del país supone la megafarmacia de la educación pero, como exigir educación incluye en Méxicomaneras de impedirla, sería menestar abatir el uso político de esa necesidad. La Asamblea quedaría desprotegida y ya no podría imponer su decisión “inmediata y definitiva”: que la nuestra sea una UNAM panglossiana, segura y dichosa, respetuosa de los géneros, iluminada y alimentada, en la que por orden de “la Asamblea” todo mundo se graduaría con la mejor calificación y tendría un salario inmediato sin sufrir “excesivas cargas académicas”.

Las universidades que se “democratizaron” en otros tiempos colapsaron su eficiencia académica a cambio de un uso político pasajero. Democratizar universidades es una contradicción. Una universidad no es un gobierno que decreta leyes: es una inevitable meritocracia. No dicta la igualdad del conocimiento: se lo ofrece a quien desea merecerlo, a quien desea un mejor conocimiento de la realidad con objeto de mejorarla para todos. No considera el origen, la clase, el género o las creencias de los mejores: procura que los mejores lo sean lo más posible. Hablar de elitismo en una universidad también contradice: si lo niega va contra sus propósitos y responsabilidades sociales: el pueblo que sostiene universidades necesita profesionistas de élite, no asambleístas.

Democratizar a la UNAM, en las ficciones de la izquierda, aspiraba a que las autoridades fuesen elegidas por todos (es decir, por “la Asamblea”). Eso suponía igualar el saber objetivo de algunos con el deseo de saber de todos, lo que ya erradicaba la capacidad objetiva de tal saber: el saber decretado por la Asamblea sustituiría al mérito individual de saber, es decir, al saber mismo. La UNAM no derramaría conocimiento sobre algunos, pues la Asamblea decretaría que todos son ya mejores.

Nos beneficiaríamos así del conocimiento sin que hubiese la necesidad previa de generarlo, es decir: se trataría de que no existieran esos beneficios o, en todo caso, de declararlos colectivos y democráticos con la única condición de que sobrevivan al “juicio de la Asamblea”...

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