Cuando uno vive angustiado a todas horas y sufre a causa de ello, es que no ha aprendido a vivir. Se halla condenado a una postración constante que no le permite la experiencia de la libertad. Por el contrario, si aprende a angustiarse en debida forma, entonces habrá alcanzado uno de los mayores aprendizajes que le permite la vida. Lo anterior fue escrito por Søren Kierkegaard (1813-1855) en El concepto de la angustia. El teólogo y pensador danés, hijo de un furibundo religioso, creía que el dominio del estado de angustia o desasosiego permanente era la única forma de habitar un vida de por sí lúgubre y orientada hacia la muerte. Quizás opinarán que se trata de un tema demasiado abstracto y que no nos incumbe en la época tecnológica que habitamos; sin embargo, soy testigo de lo contrario en cualquier mesa en que me encuentre o durante las conversaciones que llego a sostener con amigos o desconocidos, ya sea la causa de tal angustia el temor al futuro, a los criminales, a la precariedad económica, a la enfermedad o a la inestabilidad social y familiar. No es lo mismo angustiarse por una vida social en constante convulsión y amenazada por las más diversas presiones, que aprender a vivir en el seno de esa angustia y pese a ello continuar en el trasiego cotidiano. Como sabemos, Kierkegaard influyó en los existencialistas —se le considera uno de ellos— y fundaba su fortaleza en el individuo y en su fe (la cual lo llevaba a dudar) más que en dios o en la iglesia. Influyó en Heidegger, en Pessoa; y antes que él J. G. Hamann había sostenido algunas ideas parecidas.
Recuerdo que cuando cursaba la primaria yo fui un niño angustiado y todo a mi alrededor me infundía miedo; vivía una especie de fin del mundo todos los días; siempre temeroso de que mi madre no volviera de hacer sus compras de mercado o mi padre de su trabajo diario; a cada discusión entre ellos mi diminuto cerro del Olimpo se derruía; cada golpe en la puerta, ya fuera de un vecino o de un vendedor cualquiera, vaticinaba las peores tragedias. En la escuela sentía la mirada de los profesores taladrarme y cada examen significaba para mí un acto de inquisición y tortura. En ocasiones pasaba una hora sin escribir nada en la hoja de examen porque me hallaba paralizado, dudando acerca de las respuestas, puesto que las suponía todas equivocadas. Los únicos momentos en que esa angustia amenguaba era cuando jugaba futbol en el patio escolar o contemplaba a las niñas arropadas en su belleza y alegría natural. No obstante, aprendí a someter el desasosiego transformándolo en parte esencial de mi vida cotidiana: podía vivir bajo el asedio de su presencia y lo consideré un torrente sanguíneo del que sería imposible escapar.
¿Cuál es el sentido de esta columna? Acaso señalar que una persona común transita en la actualidad por una angustiosa vida cotidiana (crimen, deudas, tumultos, ausencia de tiempo recreativo, horas consumidas en actos que le son desagradables, futuro evanescente o fantasioso), una especie de libertad oscura cuyos momentos de holganza y placer son muy reducidos. Se trabaja mucho para tener poco y los bancos mantienen un provecho excesivo y megalómano en complicidad con los gobiernos: son entidades de lucro, no de ahorro, desarrollo o bienestar común. Estos son sólo algunos ejemplos; ¿cómo sugerirles a las personas que aprendan, así lo manifestaba Kierkegaard, a vivir angustiadas sin mantenerse envueltas por un velo de constante infelicidad? Sugerirles algo así en estos días parece incomprensible, poético, una locura filosófica, un ardid literario. Sin embargo, en las conversaciones que sostengo con amigos o desconocidos de cualquier clase social esta angustia es latente y perniciosa: soy fiel testigo de ello.