Uno tendría que evitar ser hipócrita ante el acoso de sus propias pasiones; mientras éstas no perturben a los demás o den lugar a un crimen, hay que abrirles la puerta. Si alguien se encuentra atrapado dentro de una moral rígida, absolutista, pétrea (un militante, por ejemplo) y le llueven meteoritos, es difícil auxiliarlo (incluso está de más sugerirle apreciar las ideas de Zygmunt Bauman). O sufre o hace sufrir. La atmósfera de nuestros prejuicios es débil y sensible. Cualquier piedra nos lastima. Qué susceptible es nuestra sociedad ante tantas banalidades y qué distante se halla frente a los acontecimientos que en realidad la humillan. Seré honesto con ustedes, casi como siempre (escribo “casi” porque en ocasiones la hipocresía alivia nuestros dolores y nos permite algo de convivencia cordial y confortable). Miren, yo he llegado a ser feliz a ratos, pero muy muy feliz. Ello sucede en contadas y esporádicas ocasiones; es decir casi nunca. Una vez recorriendo la orilla del río Vístula fui feliz e incluso introduje las manos al río. Y espero que la muerte llegue antecedida por pasos sutiles, imágenes confusas y un bello desvanecimiento, así como le sucede al personaje de Blancura (Random House; 2023), novela de Jon Fosse, Premio Nobel de literatura. Fosse me ha recordado a Peter Handke y... pero no quiero recordar a Handke porque me entristezco y a su lado aparecen Bernhard, Kafka, o Albert Caraco.
Sé cuando no es posible hacer nada para remediar lo que me parece mal o cruel: no puedo caminar sobre una nieve imaginaria. Todo es un desmadre: tengo algunos amigos que casi ya no frecuento; nos escribimos y fingimos algo de amistad, pero no me engañan, ¿a mí, que estoy podrido? Las compañeras, esposas, novias de estos amigos, en su mayoría, creen que si sus amados llegan a encontrarme no llegarán hasta el día siguiente o les presentaré mujeres jóvenes y bellas. Es una leyenda. Una difamación. La única mujer bella que en verdad admiro es mi vejiga, mas no puedo presentárselas. Ya casi no organizo reuniones en casa (aunque no me molestaría crear El club de los suicidas, como en el célebre relato de Robert Louis Stevenson). Si me ánimo a convocar a invitados pueden hacer lo que ellos o ellas deseen —con las restricciones inteligentes y necesarias: no tirar golpes ni ofender al resto de los convidados—: si quieren mascar chicle, o quedarse dormidos sobre la mesa a causa de la ebriedad no me molesta. Hay cobijas para todos y pueden consumir lo que gusten: beber café, jugo de zanahoria, ketamina o té (es su decisión y mis prejuicios no son tan ordinarios): lo único prohibido es transformarse en un idiota a causa de lo que come o bebe. Incluso escucho atentamente opiniones de quienes no han leído a Schopenhauer, Dostoievski o Kafka. Y pueden, si lo desean, escuchar a Mahler, Prokofiev, Lemmy Kilmister, Peso Pluma o Majo Aguilar. La música es un pequeño terremoto que uno logra sobrevivir. Una rutina semejante he llevado a cabo durante décadas. He soñado que algún día escribiré un libro titulado Mis años salvajes y en el cual contaré acontecimientos cotidianos de las últimas décadas; historias que, por lo menos, tendrán que ser vitales, honestas, reales y bien escritas. ¿Qué más? Al convertirse en padres, varios amigos se entregaron a nuevos temores. Los comprendo, sin embargo, apreciaría que sus amados o amadas no me culparan, o me catalogaran como un outsider maligno y contagioso: soy inofensivo. El verdadero virus se encontraba en el Arca de Noé.
El quid que marcó mis antiguas reuniones, ágoras o aquelarres fue el de reflejarse en el espejo distorsionado que es el otro; charlar con los potenciales enemigos; disfrutar el mundo femenino (en mi caso), aprovechar su cercanía más allá de prejuicios castrantes y políticas correctas. Yo no vine a la vida a dar mensajes, acaso a escribir, sentir que siento y a reconocer a quien me hace daño. ¡Qué debilidad intelectual la de la mayoría de los seres humanos! Tal pareciera que pocos logran discernir entre los problemas que los afectan cruelmente y los que son sólo publicidad. El confort y la muerte forman un ambiguo matrimonio. En fin; las pasiones se administran —mientras sea posible—, no se les somete a la tortura y al cautiverio. Escribe William Hazlitt en un ensayo contenido dentro de La ignorancia de los eruditos (Ficticia; 2015), que “la felicidad de la vida estriba en no estar por encima o por abajo del nivel general de aquellos que uno conoce.” Ello puede lograrse fingiendo, mas de todas formas la felicidad es escasa, momentánea e inesperada. ¿Cuáles son sus problemas? ¿Quiénes son en realidad sus enemigos? Mmmm.... piénselo otra vez.