Definir la política es un ejercicio siempre parcial ya que no existen principios universales que rijan la “humanidad”; ya Aristóteles comprendía que las agrupaciones, pueblos y comunidades poseían ideas de justicia diferentes. Después lo hicieron Vico, Herder y tantos más: Vico en el siglo XVII tenía la certeza de que las palabras no sólo representaban cosas, sino que construían sentido; sostenía que la imaginación es fundamental para edificar una idea de cultura (sin imaginación y curiosidad intelectual somos bultos depredadores). No nos puede disgustar o agradar algo como la política; vivimos bajo su influencia, aunque la practiquemos de manera diferente: yo podría exclamar: “Detesto a la mayoría de las personas a causa de su sola existencia”; ¿y qué? Es mi problema y más vale que me comporte de manera buena, caballerosa y eficazmente incorrecta, es decir: crítica. Si existen grupos que optan por guiar el lenguaje en aras de un bien común (todex, tod@) tienen derecho y razón, pero hacen evidente lo más débil del hecho político: las buenas intenciones hundidas en un complejo pantano lingüístico dan lugar a confusiones, malentendidos e incluso a injusticias. ¿Quién no alaba a una persona que tiene buenas intenciones? Yo las aplaudo, pues es muy sano que expresen lo que les venga en gana, pero preferiría alejarme de la mayoría (la que no sabe que su buena intención nos hunde cada vez más). Si su intención es dictar normas, estimular comportamientos que vayan a contracorriente de la acción punitiva, de la patanería y el “crimen” verbal, asesino de susceptibilidades y conocimiento, si desean enmendar o propiciar el menor daño a los más débiles, —cualquiera que sea su género, ideología, familia, costumbres o temperamento— están haciendo lo correcto según su idea del bien y no hay más que agradecerles; yo incluso les ofrecería una dieta económica y un diploma. Sí, pero mientras su censura no cree estropicios en la relación civil o política; ni confunda a los culpables (he sido testigo de comportamientos sociales aceptados que se hacen acompañar de acciones miserables y crueles). ¿Quién dicta estas normas de política correcta? No lo sé: empresas, campañas políticas, educación pública, sentimiento popular, etc.... Y, sin embargo, ¿qué o quién dicta la rebeldía y la emancipación, si no es el individuo desconfiado de la idea del bien absoluto?

La política resulta ser un juego público, un juego cuya seriedad es necesaria, y una conversación que nos ayuda a vivir mejor, a convivir. Por otra parte, los indefensos intelectualmente, los brutos, no somos los más apropiados al respecto para ejercerla públicamente; sin embargo, según mi experiencia, son los que más saben acerca de los problemas o temas a tratar quienes deberían dedicarse a ello. No es así: en la política le pedimos a los peluqueros que calculen los cimientos de un edificio. Les pedimos que cumplan cientos de funciones más allá de cortar el cabello. Las elecciones recientes para elegir a los juzgadores profesionales lo muestran.

Aquellos que se echan a la espalda el peso de imponer la corrección política —lo que hace décadas llamábamos las buenas conciencias— son una especie de mártires que procuran con sus acciones físicas o verbales hacer el bien (no hay un bien per se, acotaría Wittgenstein). Se les observa —al menos yo lo hago— como se miró a Cristo cargar su cruz convencido de una misión que cumplir. La política que incumbe en esencia y gravedad a la mayoría viene dada por los poderosos y por aquellas entidades —personas, grupos, tribus posmodernas— que no soportan la crítica o la rebeldía justificada.

A mí me parece que si bien Kant nos legó con su obra una especie de orden absoluto y categórico en la filosofía y en general en cuestiones de conocimiento y moral.

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